"Mi habitación, mi celda"
Lilián Celiberti
Lucy Garrido

"PALABRAS PARA JULIA"

El 7 de diciembre me trasladan a un nuevo cuartel, el Batallón de Infantería Nº 13. Descubro que en los calabozos hay otras mujeres y empiezo a distinguir a las que conozco. Una de ellas, Ana Salvo, amiga desde la infancia.

Los calabozos eran abiertos, con rejas quedaban a un corredor donde hacía guardia un soldado y desde afuera era vigilado por el puesto a la entrada del cuartel. La orden era no mirar para allá y no darse vuelta sin capucha, cosa que cumplo el primer día hasta saber exactamente dónde estoy; después, es como todo...

Soy bastante desafinada, pero de las otras veces en que había estado presa recordaba mi alegría al escuchar el canto de alguien. Por eso, cuando llegué, me puse a cantar para que las otras mujeres se sintieran también acompañadas. Con Ana habíamos establecido una forma de comunicación escrita en miga de pan, donde analizábamos todo lo que sucedía y a la vez nos pasábamos canciones. Es decir, ella me las pasaba a mí porque nunca supe una canción completa y su cabeza parecía un cancionero. Las mujeres tenemos esa capacidad de comunicamos en cualquier circunstancia con todo lo que es esencial (desde el análisis político a la sensación más personal, pasando por el "Barquito de papel" de Serrat) y es vital desafiar a la destrucción con esa emotividad y esa fuerza.

La presencia de Ana en el cuartel me dolía especialmente; había salido hacia un año de Punta de Rieles después de una experiencia brutal de secuestro en Buenos Aires con compañeros que aún están desaparecidos, como Gatti y Duarte. Tenía dos hijos, estaba separada y había tenido que enfrentar muchas cosas sola. Es de una enorme calidad humana y yo sentía que su bondad la había llevado a enfrentar más de una vez situaciones difíciles. Recuerdo que un día, estando ella en Buenos Aires, me escribió una carta diciéndome la necesidad que sentía de vivir su vida, estudiar y abrirse camino después de una experiencia matrimonial un poco frustrante. La militancia desde el exilio se le aparecía como algo contradictorio a esos objetivos. Ana, como muchas mujeres jóvenes y militantes, se enfrentó a la maternidad y a la pareja fracasada, y quedó sola para encararlo. Algunos compañeros no entendían estas situaciones porque apartaban totalmente lo personal de lo político, y la mujer debía vivir esto con sus culpas y sin poder compartirlo realmente. Yo había comprendido profundamente esa necesidad de espacio personal que Ana me había planteado y por eso me dolía más su nueva cárcel y me sentía responsable: había tomado contacto con ella por intermedio de otra compañera, en el marco de clandestinidad que se vivía en ese momento: así llegaron hasta Ana.

Yo sentía culpa por no haber respetado mis propias convicciones. En el calabozo 3 había otra mujer que apenas conocía pero que me había impresionado por la forma en que enfrentaba la situación. Marlene trasmitía fuerza con su voz y te inspiraba confianza hasta en el modo de caminar y llevar la cabeza tan alta, tan segura. No viví nada más deprimente que el día que nos llevaron al juez y vi a varios compañeros no levantar la cabeza del piso. Ana y Marlene me alegraban porque eran capaces de desafiar a los guardias con tal de intercambiar entre nosotras una simple sonrisa.
 

Seguía comunicándose con Ana por las cartas de pan pero el día es tan largo cuando no se puede salir, ir a un cine, leer, trabajar, hacer la comida, llamar a un amigo, tomarse un 404 para ver dónde queda Libia en pleno Montevideo, que por las migas descubrió primero a una tortuga mirándola con cara de recién levantada, con cara de filósofo o de borrachito (vaya uno a saber) y después el pan se atrevió a algo más complicado y convocó ángeles, mosqueteros, principitos, brujas que fueron poblando la tarima del calabozo donde los iba colocando como en una exposición del Salón Municipal de Rechazados. Y los soldados miraron, y los soldados miraban, y fueron trayendo pedacitos de papel, la envoltura plateada de las cajas de los cigarrillos y más pan, doble ración de pan en las comidas para que les explicara cómo se hacían los muñecos, para saber por qué poro de la miga era que brotaban las tortugas. Vaya uno a saber.

Llegaron las fiestas de diciembre y seguía incomunicada. Mosquetero por información: ése era el trato. El soldado le trajo una carta de su madre.
 

¿Es la primer noticia que tenés de tus hijos?

Sí. Por ella me enteré del viaje que habían hecho algunos parlamentarios brasileros; supe que presionaban a mi familia para que no se vincularan a la Comisión de la ONU y que los periodistas, las organizaciones de DDHH, el Dr. Ferri y el SlJAU (Secretariado Internacional de Juristas por la Amnistía en el Uruguay), junto con otros abogados y compañeros de mi partido, habían logrado con su denuncia que esta causa se convirtiera en un hecho político y social que canalizaba las aspiraciones democráticas de la gente. Por el mismo soldado le mande una carta a mi madre y unos días después, a las tres de la mañana, nos pusieron de plantón a todos y comenzaron otra vez los interrogatorios. Estamos cinco días parados y casi sin comer.

¿Cómo supiste que fue a raíz de la carta que llevó el soldado?

Fui armando el rompecabezas porque los oficiales mandaban a los subalternos a sonsacarme datos. La casa de mis padres estaba vigilada, vieron al que la visitó y aprovecharon la situación para aplicar una disciplina férrea entre ellos mismos. Muchos soldados fueron interrogados y torturados, algunos llegaron a denunciarse mutuamente por cosas que no habían hecho, tres de ellos quedaron procesados y otros dados de baja. Fue insólita la "bola" que armaron, y lograron crear la leyenda entre ellos de que yo era capaz de hacerles hacer cualquier cosa. A partir de ese momento y hasta que me llevaron a Punta de Rieles, ninguno se atrevió a hablarme.

Puede parecerte un disparate esta pregunta, pero mientras estabas de plantón, ¿ no pensaste una sola cosa que fuese linda?

Una que me encantó: en un momento de la noche me dormí parada y durante unos segundos soñé algo que por el resto del plantón me hizo sentir bien. Caminaba por una calle de París y encontraba un árbol de flores amarillas parecidas a las del aromo; cortaba flores del árbol, muchas, muchas, y las tendía en el suelo donde me acostaba a dormir en medio de una gran frescura y con un perfume exquisito. En el sueño la sensación era de alivio, de desprendimiento, fue justo lo que precisé para descansar esa noche, porque el resto del tiempo lo pasé maravillada conmigo misma por haber soñado algo tan fresco, tan lindo, tan necesario.

¿No tuviste complejo de culpa por lo que le pasó al soldado que te llevó la carta?

Sufrí mucho por eso pero, por otro lado, pienso que lo que tenía que hacer y que él hizo lo mismo, y que lo cruel, lo injusto, era lo que la dictadura hacía con nuestras vidas, con la de él, con la mía, con la de todos. Ese soldado era buen tipo y tenía seguramente buenos sentimientos, aunque tal vez nunca hubiese pensado en la situación del país o que tuviera la menor conciencia de lo que estaba pasando. Tal vez la dictadura estrechaba tanto los márgenes que los limites estaban entre ser humanos y no serlo, y nada más.

Hay muchos pequeños gestos que se valoran en esas circunstancias aunque se tienda a pensar que todo forma parte de la misma maquinaria. Cuando los soldados venían a hablar conmigo, en el fondo yo pensaba (porque era difícil de discernir) que muchos lo hacían porque se lo mandaban, y eso también era cierto. Tendemos a creer que la maquinaria es más perfecta de lo que en realidad es. De todas formas, en ese episodio concreto, sufrí y me sentí culpable. Eran muchas cosas: mis hijos, Ana, el soldado.

Y traen a Carmen, la madre de un compañero que estaba en Brasil en el momento que fuimos secuestrados. Tenía delirios y los oficiales aprovechaban sus crisis para preguntarle dónde encontrarlo. Su marido y su hijo menor también estaban detenidos. Ella, pese a sus alucinaciones, no confundía los términos (los psicólogos dicen que la locura es refugio para los presos) y yo podía oírla desde mi calabozo gritar, mientras los oficiales observaban mis reacciones por la mirilla. El Capitán Giannone, Bassani y el subjefe del cuartel, Mayor Gree, me presionaban para que firmara la declaración la que constaba que había sido detenida en Uruguay; hacian depender de eso el traslado de todos los compañeros a los respectivos penales. Debía tomar una decisión, pero todos los elementos a tener en cuenta formaban un rompecabezas diabólico que nunca terminaba de armarse: si firmaba, estaba en contradicción con la campaña que se estaba levantando contra el secuestro; si no lo hacía, ¿podría soportar que presionaran a otros compañeros, que jodieran más a Carmen?

La culpa es un sentimiento culturalmente femenino, es la materia constitutiva de nuestra afectividad formada en la disociación de roles, y en este sentimiento se enlazan las cadenas más firmes y sólidas que atan la vida de las mujeres. Tenía un principio y un convencimiento, pero ¿hasta dónde y hasta cuándo iba a resistir el peso de tanta responsabilidad? Ya antes había descubierto mi dificultad para resolver los problemas que planteaba la militancia política en lo que tenía que ver con las responsabilidades. No en asumirlas personalmente, que más bien me pasa lo contrario, pero sí en lo que se refiere al ejercicio del poder. Esto, que años después ha constituido uno de los ejes de mi reflexión y mi acercamiento al feminismo, en todo ese período de clandestinidad y cárcel se me aparecía como un nudo difícil e inabordable.

La tarde anterior a que me llevaran a juez fue muy angustiosa. Finalmente, decidí que iba a firmar y que mi falta de heroísmo fuera valorada en ese contexto. Cuando volví del juez, estaba vacía.
 

¿Qué pensás hoy de haber firmado y del costo político que pudo tener?

Creo que, en primer lugar, defraudé a mis padres y a mis compañeros. Pero pensaba (tal vez para conformarme): "Ellos están libres y yo estoy aquí, sé lo que puedo o no puedo soportar". Podría elaborar un razonamiento muy prolijo sobre la correlación de fuerzas y lo que podía valer o no y hasta dónde. Es un poco absurdo hacerlo. Lo viví mal, como una cobardía, y lo fui superando en mi propia afirmación en la resistencia cuando me quedé sola.
 

¿Pero cuál es la cobardía realmente? ¿El miedo por lo que les pasa a los otros o el miedo a sentirte culpable porque, de no firmar, se ensañarían más con ellos?

Las dos cosas. Pero no quiero pensarlas hoy y darles una explicación que podría tener mucho de justificación. Prefiero decir que no tuve fuerzas para dar más. El miedo es unmonstruo de muchas cabezas ya veces cortás una y crees que lo venciste, pero le quedan todavía otras, ocultas e invisibles, las que han crecido y anidado en tu interior sin que dieras cuenta.

Me he equivocado muchas veces, tal vez mucho más que la mayoría de la gente, pero he sabido conservar un sentimiento de "omnipotencia" que me permite pensar siempre en el mañana como una promesa, y en cada cosa que vivo como más rica y plena que la anterior. Ese día mi omnipotencia fue derrotada. No podía dormir, y Ana, que captaba detrás del muro los ruidos sordos de mi angustia, me cantó, despacito, "Palabras para Julia".

 

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