"Mi habitación, mi celda"
Lilián Celiberti
Lucy Garrido

"YO ME PEINABA EN NIKITIN"
 

Ese ojo me mira implacable, se agiganta, me atrae como un imán. Respirar hondo, llenar los pulmones primero, después la cavidad del estómago, aflojar los músculos. Todos, pensar en ellos y relajarlos. Cerrar los ojos suavemente, dejar de pensar. El ojo no me deja. Intentarlo nuevamente. Llenar los pulmones... retener el aire... así era en el parto, también en ese momento estaba sola pero el ojo no estaba; ahora sólo dormir y que el ojo deje de mirarme... es sábado y no me pondré un vestido para ir al cine. Es sábado y ese foco de luz sobre mi cabeza levanta una pared para espantarme los duendes. No puedo llamar a nadie. Es sábado y estoy sola y tengo sobre mi cabeza un ojo fijo implacable helado y es como dice Idea... "estoy sola, sola y estoy sola y soy sola aunque a veces un sábado de noche me invada a veces una nostalgia enorme de la vida".

Firmaste, trasladaron a tus compañeros y te quedaste en el calabozo Nº 5.

Ahí comienza una nueva etapa que al principio viví con alegría porque me parecía que las compañeras estarían mejor en Punta Rieles y que pronto me trasladarían a mí también. En ese momento, por supuesto, no tenía la más mínima sospecha de que me quedaría más de un año en ese cuartel. Los primeros días espero el traslado a Punta Rieles y sueño con él. Después me dicen que no me van a llevar pero que voy a tener visitas y paquetes, aunque no me van a permitir escribir cartas ni recibirlas y tampoco hacer manualidades

¿ Todos los calabozos están vacíos?

Todos. Pero en algunos períodos había soldados presos por distintas razones. Mi calabozo estaba al lado del baño, y sólo pasaba por los demás cada 115 días para ir a la visita o cuando me sacaban al recreo, cosa que a veces sucedía cada mes o mes y medio.

¿Cuánto tiempo hacía que estabas detenida?

Cinco meses y voy a estar ahí hasta transcurrido un año y medio.

¿Sola?

Sí, sola.

¿Qué quiere decir sola?

Que ni un gesto, ni un ruido, ni una tos va dirigida a alguien. Y que tampoco esperás que nada de lo que te rodea te sea dedicado con ternura. Quiere decir que todo va de vos hacia vos.

¿Cómo era el recreo?

Era una caminata en una cancha de pelota vasca o en una de básquetbol desde donde se veía la gruta de Lourdes, las personas paseando, los ómnibus de la calle Instrucciones. El recreo en la cancha de frontón era horrible porque no tenía sol. Desde el calabozo podía sentir los domingos una misa que a veces se oía bastante bien. Jugaba entonces a identificar mensajes y cuando el cura decía "Orad por los que sufren" pensaba que era especialmente para mí. No era que me lo creyera, pero me servía buscar signos de resistencia en los actos de la gente. Cuando me sacaban al recreo me gustaba imaginar sus diálogos domésticos y en voz baja, el comentario boca a boca de los barrios y todos los gestos solidarios y mudos que se nos expresaban. Esa gente debía saber que yo estaba ahí, presa, ¿qué otra cosa podrían pensar si me veían caminar vigilada por dos soldados armados y con perros?
 
 
¿ Caminabas despacio?

Sí, bastante despacio, no tenía a dónde ir.

En ese período lo peor era vencer la angustia de esperar. Esperar la visita quincenal para poder hablar, no sólo comunicarse sino simplemente hablar, como acto físico. Esperar recreos, esperar el día del baño, esperar que algo fuera diferente aunque fuera malo, pero que algo cambiara en esa larga sucesión de horas iguales a sí mismas. Al principio, esperaba el traslado. Se levantaba, arreglaba sus cosas y se sentaba a esperar. Observaba, escuchaba los ruidos del cuartel y creía reconocer signos promisorios que nunca se concretaban. A veces sentía que pedían una camioneta para el penal y entonces el corazón dejaba de latir por un momento, se le cerraba la garganta y las manos sudaban. Después comprendió que de allí salían vehículos para el penal de Libertad y que entonces no tenían nada que ver con ella. No deja de sentirse un poco tonta por toda la carga emocional que desperdicia en esas conmociones. Así pasaron los meses hasta que empezó a esperar otras cosas. Cosas más elementales, cosas que se habían hecho hábito cuando estaban todas, como los días de recreo y de ducha. Pero esos días empezaron a desaparecer y entonces el baño se convirtió en uno de los más importantes objetivos de la espera, aun más importante que el recreo. El baño constituía un lazo más fuerte con la dignidad personal que la pequeña caminata de media hora vigilada. Al principio le habían permitido ducharse una vez a la semana, luego solamente cada diez días, finalmente no sabía cuando sería el próximo baño. Tampoco le daban una escoba y por días y semanas el calabozo quedaba sin barrer, el agua de la ropa que lavaba formaba charcos que demoraban días en secarse y el polvo y las pelusas aportaban el resto, en la celda de la espera.

¿ Qué era más importante: bañarse para estar limpia o para cambiar la rutina?

Las dos cosas, pero tal vez importaba más defender ese espacio de coquetería sana que es estar bien con el cuerpo de una para sí misma. Nunca he entendido a la gente que se viste para salir. Siempre me pongo la ropa que me gusta para sentirme bien conmigo. Quería bañarme para sentir que mi cuerpo era dignificado.
 

Vivía con la ansiedad de esas esperas y hasta que el cuerpo y la mente se fueron habituando al "no pasa nada" los momentos se cargaban, de pronto, con la necesidad de que algo sucediera. Hasta el toque de bandera de la tarde, las horas eran larguísimas. Después parecía que esa marcha penosa en subida se aceleraba como por encanto: cuando tocaba la bandera sentía un momento de euforia, caminaba más rápida y liviana por el calabozo y me decía que había vencido. Había ganado un día más y la trompeta festejaba mi triunfo con su toque melancólico. Algunos tocaban muy mal y en cierta forma empañaban el ritual mítico de mi festejo, de esa ofrenda que muchos, a la misma hora, estaríamos haciendo a la vida por tener tanta fuerza. Nunca sabrán esos soldados con qué placer y atención escuchábamos esa música.

La noche no prometía nada mejor, en realidad, sólo el colchón al que le quedaba la mitad fuera de la tarima. Acarreó su período de aprendizaje dominar el cuerpo en el espacio asignado conciliando con la otra parte del colchón el equilibrio necesario para aguantarse mutuamente. De día la luz estaba apagada y de noche prendida, lo que me obligaba (esta vez por propia decisión) a usar la capucha para protegerme. La capucha era de un poncho verde cuartelero, pero como todos los objetos tienen valores múltiples, para mí se había convertido en un elemento necesario que me aseguraba el poder dormir, protegiéndome del frío en la nariz y del foco de luz en la cabeza.

Todos los objetos y el espacio se van haciendo tuyos y terminan por pertenecerte. Tenía pocos: la ropa, una frazada, el paquete con fruta, alguna piedrita que guardaba, y una aguja, que era mi principal tesoro clandestino.

Los libros que me mandaban de mi casa los almacenaban ellos, y cuando se les antojaba me entregaban alguno. En esas ocasiones, literalmente, los devoraba. No dormía en toda la noche hasta terminar el que me hubiesen dado, pero, por grande que fuera tristemente comprobaba que tenía fin. Quería contenerme pero era imposible; por más que razonaba y planificaba el día con horas de lecturas, horas de caminata dentro de la celda, de gimnasia, cuando tenía un libro no podía cumplir. Recuerdo que con el primero que recibí estuve tres meses; era muy malo, unos cuentos de Pearl Buck sobre la China: lo leí de mañana y de tarde, todos los días, ciento cinco veces. Había solicitado La Biblia porque era interminable pero parece que no la consideraban una lectura recomendable y pasaron varios meses antes que me la dieran. Finalmente logré que me quedara como lectura permanente y la leí, desde el comienzo, como una novela que no podría aburrirme.

Mis padres me llevaban libros de todo tipo pero no creo que la censura tuviera un criterio estético (y a veces ni siquiera político) para entregarme unos sí y otros no; más parecía una cosa de suerte y verdad. Encontraba placer en todas las lecturas, pero se dieron períodos en la felicidad en los que lograba abstraerme de todo y vivir dentro del libro, encarnando a sus personajes. Era necesario que fueran grandes obras para que se produjera este efecto mágico. Las fiestas fin de año del 79 las pasé con las Obras Completas de Shakespeare. Para ser sincera, primero me emocionó su tamaño.
 
 
¿Y qué pasó con los muñecos de miga de pan?

Había perdido todo interés. No tenía sentido. Las cosas que uno hace tienen un cierto contenido social directa o indirectamente y yo no se las podía dar ni mostrar a nadie, no había destinatarios para ese trabajo y dejaba, por tanto, de gustarme. Me di cuenta que no tenía nada que ver con Penélope: para mí era insoportable hacer y deshacer y volver a empezar al día siguiente.

Tal vez me faltó crea creatividad, pero prefería mil veces inventar el futuro, rescribir críticamente el pasado, recordar los libros que había leído, suponer diálogos con la gente que quería.

¿Cómo vivías las visitas?

Durante muchos meses el día de la visita era anticipado por una serie de mecanismos físicos y psíquicos; me tensionaba y el cuerpo se defendía con una serie de llamados: la diarrea, el dolor de estómago y un gran nerviosismo. Después volvía con la cabeza en estado caótico, todos los sentimientos conspirando contra cualquier serenidad. A veces quedaban enormes vacíos y una sensación de no poder comunicar bien lo que estaba viviendo; en particular me pasaba con mis hijos. La visita era junto con mis padres y en una oficina custodiada por el capitán del cuartel. Camilo se bloqueaba mientras que Francesca expresaba con naturalidad su deseo de estar juntas. Yo me movía entre las ganas de hacer de esa instancia un momento espontáneo y la necesidad de tener que ubicarlos en lo que estaba sucediendo. Las dos cosas eran difíciles de congeniar en tan poco tiempo y con tanto espacio mediando entre visita y visita. Cuando volvía al calabozo lo hacía desconforme conmigo misma y entonces me sentía irremediablemente presa, impotente. En el período menstrual estaba mal físicamente y muy deprimida, tenía fiebre, grandes dolores en el abdomen y unas ganas tremendas de dormir. Era como si el cuerpo expresara por estos mecanismos su protesta. En esos días sentía una gran compasión de mí misma. Pero lo que más me sorprendía después era pensar que podía haberme sentido tan mal. El cuerpo tiene sus razones y necesita expresarlas. Profundas mutaciones debían estarse desarrollando para adaptarse a esa miseria, y su reacción sólo podía ser violenta. La sexualidad reprimida, las ganas de caminar, la claustrofobia, todo contacto humano reducido a una hora quincenal. Algunas veces, en esas condiciones, el médico me mandaba quedar en cama y era un verdadero placer. Dormía horas y horas sin parar, hasta el día siguiente en que se me pasaba todo como por arte de magia.

¿Sin orden del médico, no podías dormir de día?

Podía, pero no era lo mismo. En el calabozo hacía siempre frío y sólo me podía dormir de a ratos, acurrucada. Todas las mañanas retiraban la ropa de cama y el colchón. Me podía acostar, pero la tarima sin colchón era dura.

Contame un día común, sin visita y sin libros.

La llamada era a las 6:45. La primera hora de la mañana era linda; siempre me levantaba contenta con el desafío del día por delante. Me gusta madrugar, muy pocas veces he sentido el deseo de no levantarme, como un profundo rechazo a la forma que adquiere la vida en ese momento.

El pan caliente era algo lindo de esperar, en materia de comida lo único bueno que tenía ese horrible cuartel, porque ni del café con leche se podía decir lo mismo: almibarado, claro y con nata.

Mientras, arreglaba el colchón, me peinaba, ponía todas mis cosas sobre la tarima. La ropa se secaba encima de ella y de noche sobre un nylon en el suelo. Estos arreglos, con toda la meticulosidad del caso, llevaban unos cuantos minutos. Doblaba bien todo, porque aunque estuviera en un cuartel, y sola, no me gustaba ponerme ropa arrugada y ese levantar y acomodar las cosas formaba parte de la rutina que uno se construye muchas veces innecesariamente. De todas formas, no tengo la sensación neurótica de la inutilidad y hasta rescato cierto modo natural en esos movimientos.

Después caminaba muy ligero para cansarme y entrar en calor. Los pies estaban siempre fríos, se ponían duros y había que cuidarlos. Caminaba alrededor de las paredes hasta marearme, y cambiaba el sentido. Desayunaba, volvía a caminar hasta cansarme y a veces dormía un rato más. La mañana guardaba una esperanza, pero las horas de la siesta (al decir de Sartre "ni demasiado tarde ni demasiado temprano") no tenían promesas.

Recibir paquetes era todo un acontecimiento, ¿verdad?

Lo único que todavía podía guardar sorpresas. Revisaba todo buscando mensajes y referencias afectivas que podían venir camufladas en las naranjas y el dulce de membrillo. Con ternura recibía las frutas que Tom, el almacenero de mis padres, había seleccionado para mí, y me gustaba imaginar qué cosa había puesto cada uno en el paquete: los cigarrillos y el queso, Papá; el jabón, el algodón y la pasta de dientes, mi madre; la ropa, mis amigas.
 

Los sentimientos, la ternura, el amor, el odio, eligen a veces pequeños actos para agazaparse en ellos y existir; en esos detalles se entretejen, con trama despareja, la futilidad y la esencia de otros que remiten a otros más complejos. Recuerdo que una vez me robaron en el cuartel unos botines marrones, bajos, de gamuza, tan comunes como cómodos, y que mi indignación no tuvo límites. Caminé durante horas por la celda mirando la desnudez de unos pies que se me hacían tan solos como yo sin sus botas. Tal vez parezca una frivolidad, pero es que resultaba intolerable que te pudieran robar, además de la vida, además de tus hijos, además del sol y de las lágrimas que te tragabas para que no te vieran llorar, además, además un par de botas.

Me acordé de Ana Karenina cuando en el momento que atravesaba la ciudad para suicidarse, al pasar cerca de una peluquería pensó: "Yo me peinaba en Nikitín". ¿Qué importancia podía tener, cuando iba a matarse, quién la había peinado en los momentos de esplendor? Tal vez en ese pensamiento concentró toda la lástima que sentía por sí misma. A nosotros nos estaban enseñando a prepararnos para lo peor, estábamos aprendiendo a resistir todos los dolores, y en esas pequeñas cosas la razón quedaba sin amarras y con todas las fuerzas, el caudal de la vida entraba para salvarnos de tanta racionalidad.

Muchas veces, la frase Ana Karenina se me ha aparecido como un símbolo. "Yo tenía un par de botas marrones" y en el invierno de ese calabozo juré que no les perdonaría nunca habérmelas robado.
 
 
¿Y la aguja, ese tesoro clandestino?

La encontré en el recreo y se me ocurrió perforar con ella el papel de plomo de los cigarrillos. En eso pasaba parte de la mañana, escribiendo y vigilando que no me vieran hacerlo. Sobre todo un teniente que cada vez que estaba de guardia sentía placer en hostigarme. Cuando me sacaba al recreo se empeñaba en que caminara con la cabeza para abajo. Yo prefería no salir que obedecerlo y entonces me volvían al calabozo. Pero si me dolía el haber perdido esa migaja de aire, más era la satisfacción que sentía de poder renunciar al sol por defenderlo que consideraba mi dignidad.

Cuando salía a la cancha notaba la diferencia entre mi mundo de cuatro paredes y el clima real de afuera. A veces, en verano, salía con medias de lana, botas, buzo, y afuera el sol partía las piedras.

La adaptación conlleva también una dosis de renunciamiento, vas perdiendo cosas y lo peor es que no te das cuenta. Adquiría más serenidad pero también (y eso me asustaba) más indiferencia. Ya no me aplicaba con tanta rigurosidad a la gimnasia, comía menos y tenía menos fuerza física. Cuando caminaba, el calabozo se convertía en el gran espejo de mí misma, estaba todo allí y yo sola para mirarlo. Cada hecho de mi vida empezaba a tener un hilo único. Ese deseo de querer ser independiente a los 18 años del 68, intentando vivir la construcción de algo nuevo y pensando que las cosas serían más simples. El casamiento, el deseo y la necesidad de tener un hijo, qué libre me había parecido aquella opción cuando en realidad no había hecho más que cumplir con el destino de mujer que la sociedad me había impuesto, con el idealismo de una época en que lo personal era burgués y el espíritu de sacrificio marcaba el compromiso. Muchas cosas se derrumbaban, pero ese espejo me devolvía otra vez un "Gracias a la vida". Se abrían muchos caminos y sentía que el calabozo se agrandaba. Tal vez había elegido mal, me había apresurado, pero también la realidad y el tiempo que me habían tocado vivir no me habían dejado otros espacios.

Empecé a sentir que algo se movía en mi interior con ese repasar las cosas. De la piedad surgía algo nuevo, algo que había comenzado en Francia, algo que (ahora lo veía más claro) se había afirmado cuando decidí vivir en Brasil: una autonomía y una independencia que me marcarían también un camino duro y conflictivo, pero esta vez elegido por mí. El día antes que viajara, una amiga me había dicho: "No te entiendo, me pregunto cómo podés dejar a tus hijos e irte". No tenía palabras para contestarle, dejaba a mis hijos y a un hombre que quería pero estaba en juego algo que avergonzaba decir: yo, mujer de 28 años, madre, separada, había empezado a sentir que nunca antes había decidido en la vida personal más que por los modelos que de antemano se me habían construido por ser mujer. Era como el espejo de Alicia en el país de las maravillas, el túnel iba muy hondo y comenzaba a ver que esas cosas, mías, personales, tenían algo que ver con las otras mujeres, con una historia innombrada que confinaba nuestras angustias a una celda más pequeña que la que en ese momento habitaba.

 

Indice "Mi habitación, mi celda" Siguiente