"Mi habitación, mi celda"
Lilián Celiberti
Lucy Garrido

ENTRE EL PESADO GRIS PLOMO  
 

Acordate de un día de lluvia.

Me gustaban. Parada en la tarima, por la parte superior de la puerta, se veía el extremo de una palmera sola, como la del poema de Guillén:
 

"Sola en el patio sellado siempre sola

guardián del atardecer sueña sola."

Cuando llovía me quedaba rato mirándola, sentía un placer extraño con la furia de sus ramas, como si me representara en ese patio y ellas fueran mis brazos, también furiosos, de tanta soledad.

De este año y medio en que estás sola ¿no te acordás de otro sueño?

Uno feo. Esa tarde había tenido una discusión con el Mayor Bassani. Quería atemorizarme para que le dijera a mis padres que no siguieran con la denuncia y me decía que podían darme 10 años de cárcel más si no evitaba que siguieran moviéndose. Le grité que no iba a chantajearme con eso y que ya estaban tan "quemados" que no se atreverían a aumentarme la pena ni un día más. La conversación terminó con más amenazas y con una mirada del oficial que me dio un poco de miedo. Cuando volví al calabozo tenía un plato de comida frío que no toqué y me acosté a dormir. Me despertó un sueño del que no recuerdo las imágenes pero sí una voz que, desde arriba de mi cabeza, decía: "El pez por la boca muere". Entonces me di cuenta que había sido estúpidamente temeraria, inconsciente, y tuve miedo por mis padres; me prometí que no mandaría más cartitas clandestinas y, si bien no cumplí la promesa cabalmente, empecé a autocensurarme en ellas... Claro que al mismo tiempo fui aferrándome a la idea de hacer una huelga de hambre. Tal vez fuera un mecanismo de defensa para enfrentar la situación; la idea me daba ánimo, me hacía estar horas planificando detalles e imaginando desenlaces. Pude escribir una carta a mis compañeros y propuse noviembre, pues se cumplirían los dos años del secuestro y en Brasil habían comenzado la investigación parlamentaria y el juicio. Esta idea se me aferró tanto que cuando cambiaron las condiciones y me trasladaron a Punta de Rieles no pude revalorar la situación. Creo que desde enero del 80 todos los días los viví con la cabeza puesta en la huelga.

¿Llorabas mucho?

Llorar me hacía bien, me hacía sentir viva. Lo peor era pasar las horas en el vacío sin que nada me sacudiera. Al llorar, saltaba una válvula que liberaba todo lo contenido y después me sentía mejor. También lloraba cuando dormía porque al despertar sentía el gusto salado de las lágrimas en la boca. Oscar Wilde escribió en De profundis: "Un día de cárcel en que no lloramos es un día en que el corazón se endurece, no un día en que se siente bien."

¿Sentiste ganas de morirte?

De morirme no, tal vez ganas de no estar, como un acto mágico, salvador. El hastío por momentos penetraba en los huesos y era como estar suspendida en el tiempo sin que nada pasara. Rebuscaba en mi memoria, con los restos de vitalidad que me quedaban, las imágenes y las vidas que me devolvieran la certeza de lo posible. Gramsci, con sus cartas personales desde la cárcel, me daba la soledad convertida en pensamiento vivo, en reflexión. Su enfermedad y sus dolores eran un ejemplo vital. La poesía de Nazim escrita en las prisiones turcas, el testimonio de Domitila Chungara en Bolivia, Miguel Hernández... Como en el poema de Vallejo, llegaban a mí todos los seres de la tierra para decirme: "¡No te mueras, hermano!"

Pero otros días llegaban mejor aspectados. Tenía ganas de hablar y lo hacía (no muy alto) continuando diálogos interrumpidos por la cárcel. Eran mis compañeros los que llenaban con sus voces el silencio del calabozo. Otras veces, con la aguja en el papel de plomo, escribía.


Escribía lo que salía. Cosas dispares. Saber que después las tendría que romper no me motivaba demasiado. De todos modos, escribir me ayudaba a pensar algunos temas dándoles continuidad y final. Escribía sobre el miedo, sobre la traición, sobre la impotencia, sobre lo que significaba, en mi pequeña escala personal, el drama que estábamos viviendo.

Resulta difícil, hoy, explicar dónde estaban las fronteras de nuestros pensamientos. En ese tiempo las verdades eran de vida o muerte y todo se jugaba en la estrecha franja entre la dignidad y el miedo. En este hoy, el tiempo histórico transita los caminos de un espacio político en el que luchamos contra un sistema de representación, contra una escala de valores que pretende negar nuestra propia historia, ésa que se escribió con el dolor de tantos. Antes, la oposición al poder no permitía tantas sutilezas: luchabas organizadamente contra la dictadura y por el socialismo y sabías lo que podía pasarte. Te alimentabas del ejemplo de otros que antes que vos habían hecho las mismas opciones y elegías con los ojos abiertos y el corazón convencido. Elegías, como volvemos a elegir hoy, las mismas verdades, aunque algunos digan que son dogmas y que pertenecemos a la izquierda tradicional, como si la creatividad y el revisionismo fueran la misma cosa. Desde esa dolorosa conciencia surge una especie de pudor. Cómo hablar hoy del límite del dolor, del límite de las fuerzas, de ése que hizo a algunos perder su propia identidad, sin que un desarzobispocontantinopolizador cualquiera intente hacerte creer que estás hablando de la prehistoria, como si ya todo estuviese bien, como si viviéramos "en el mejor de los mundos posibles" y todos fuésemos como Pangloss.
 

¿Te imaginas a vos misma otra vez un año y medio sola?

"La historia no se repite" y esperemos que sea cierto. Aunque creo que tendría muchas más cosas en qué pensar que antes.

Entonces, ¿lo pasarías mejor?

Me parece que sí. Depende un poco de lo que puedas tener como vida interior y de la vida que empieces a inventarte. Me ayudó mucho escribir "mentalmente" una especie de novela que era algo así como un "Gracias a la vida" en el que trataba de explicar gracias porqué, porqué la vida - en ese momento y en esas circunstancias- también valía la pena.

¿Por qué valía la pena?

Porque esa mujer - que era el personaje -, representaba algo que después encontré en una imagen del libro de María Casares Residente privilegiada. Era la imagen de una mujer renga que se crece, camina, corre, baila; es decir, cómo empezás siendo inválida y torpe y podés llegar después a ser omnipotente, a hacer todas las cosas para las que creés estar negada. Esa fue un poco la idea inicial, pero como no tenía ninguna concreción porque no podía escribirla y desarrollarla en el papel, empezó a tener, dentro de eso (cuando yo decía "Bueno, ahora voy a escribir el libro" y caminaba por la celda escribiéndolo mentalmente), todo lo que se me ocurría sin buscarle siempre una ilación exacta. A veces era un capítulo que se unía a otro, sobre todo cuando eran anécdotas y entraban viajes, encuentros, charlas en el café...

¿Eran recuerdos que ibas ordenando?

Era la continuación de cosas interrumpidas, estaba proyectado hacia el futuro, eso era lo que tenía sentido, si no me hubiera aburrido mucho. La gracia estaba en imaginar las cosas que iban a pasar después. Uno de los temas que ocupaba la mayor parte del libro era la maternidad. Reflexionaba a partir de una canción italiana que cantaban las feministas y de la que me acordaba sólo en parte. Se la había mandado a mi madre desde Europa, decía algo así como:

"Siempre creí que había elegido casarme/que había elegido ser madre/que había elegido mi trabajo/que había elegido hacer la casa..." y después, en la charla y la lucha junto a otras mujeres "he descubierto que esas elecciones no habían sido mías"

¿Cuando te detuvieron ya eras feminista?

No. O por lo menos, no conscientemente. Le había mandado esa canción a mi madre porque ella había estado siempre desconforme con las cosas que hacía, con su maternidad, con la vida doméstica, y sin saber nunca qué otros caminos podría haber recorrido porque pertenecía a una generación y a un sector social que no podía encontrar fácilmente (y menos aún las mujeres) dónde canalizar su rebeldía o su disconformidad. Cuando le mandaba esa canción que me había hecho pensar en ella y que en ningún momento se me había ocurrido cantarla para mí, me di cuenta que si la pensaba en función de mí misma la canción también sería válida.

Por ese camino me replanteé lo que había leído y escuchado en Italia sobre el feminismo y que entonces me habían parecido "cosas de europeas", pero que en realidad yo no había entendido. Por ejemplo, qué costo tenía para la mujer la maternidad y cómo aspiramos a ella como un destino natural, como algo hermoso que a la vez es tan complejo...

De todas las cosas que he vivido, la más difícil, la que me ha causado más angustia y sufrimiento es ésa: mi condición de madre en la etapa histórica que me tocó vivir.

Los efectos de la tortura sobre cada uno de nosotros son más fáciles de borrar que los efectos del autoritarismo y la represión sobre una nueva generación. Creo que está claro cuál es la responsabilidad histórica de la dictadura, quiénes son culpables de la gestación de una nueva generación con frustraciones y con angustias.

Aparte de lo que es histórico, sin dictadura y sin cárcel, ¿pensás que igual es frustrante la maternidad?

Creo que es siempre una contradicción y que no se puede analizar fuera de la historia porque uno va proyectando su propia imagen y conformando su identidad en ese marco concreto cultural y social.

Pero una madre que no hubiese vivido en dictadura, que no hubiese militado, que no hubiese estado presa, también puede sentir que es frustrante.

Como mujeres vivimos en una época en la que comenzamos a pensar en nuestra identidad histórica y es ahí donde la "maternidad tradicional" deja de tener sentido y valor como concepto social y hay como una crisis que se vive individualmente, aunque sea más profunda y colectiva. Entonces puedo analizar en mí por qué la maternidad ha sido una cosa dolorosa y contradictoria y puedo encontrar razones circunstanciales que tienen que ver con mis propias opciones de pareja o afectivas. Pero hay una razón más de fondo entre la libertad como mujer (esa búsqueda de libertad y de opción) y el peso psicológico y afectivo que significa el vínculo con el hijo cuando no tenés ningún apoyo social para lograrlo. Por eso me parece que en una situación de cárcel la mujer se siente mucho más culpable del sufrimiento que le causa a sus hijos de lo que se puede sentir un hombre cuando se lo separa de su familia. Esas cosas son más dolorosas y costosas para la mujer y para mí lo fueron mucho. No la decisión en sí de pelear por mis convicciones, sino el vivir después las consecuencias de esa decisión.

¿Entonces, tener hijos es una suerte o es frustrante?

Las dos cosas.

Cuerpo-naturaleza-maternidad forman el círculo cerrado donde crece y se desarrolla nuestra socialización. Somos mujeres en tanto potencialmente madres. Somos madres no sólo de los hijos que parimos sino del hombre. Somos cuerpo en tanto éste cobija la posibilidad de ser madres. La falta de alternativas no pasa sólo por las dificultades de inserción concreta en la participación social. Es un nudo muy anterior y específico a nuestra condición de mujeres. Si optamos por un camino de participación, de independencia, de dominio de la naturaleza, de conocimiento y valoración de nuestro cuerpo, nos sentiremos, más de una vez, monstruos.

Es lógico que en el encierro se añoren todas las especies de ternura, lógico querer entrañablemente convivir con los hijos, pero es un peso específico sobre la mujer el considerar que su presencia es insustituible.

Como dice Franca Basaglia: "El drama está en que todo lo que se salga o desborde la imagen ideal, no encuentra otra forma de expresarse sino como innatural, sancionado por un juicio de valor que penetra en el corazón mismo de ser mujer. Esto significa que ha sido constantemente situada ante una alternativa absoluta: si quiere existir como persona, no podrá ser mujer; si desea ser el sujeto de su propia historia, no deberá ser mujer; si quiere actuar sobre la realidad social, no deberá ser ni mujer ni madre".

Cuando pasan esos dieciocho meses y te trasladan ¿vas directamente desde ese cuartel a Punta Rieles?

No. A principios de mayo unos oficiales entran a mi calabozo y me dicen que me van a someter a un tratamiento de ablande para ver si se me bajan los humos. Eso me hace suponer que me van a trasladar y ese día se dan una serie de cambios: me dan la escoba de mañana y hasta un balde con agua de olor, me llevan a bañar y después me sacan del calabozo y me hacen ver por la Cruz Roja. No me permiten hablar, sólo tengo que decir mí nombre y allí termina la representación: me vuelven al calabozo y esa misma tarde me trasladan.

Entro en un estado de ansiedad y de alegría.

Lo único que quedaba de ella en el calabozo era una pequeña escritura, suave, casi imperceptible, que había hecho en la pared con la aguja clandestina:

"Sonreír, con la alegre tristeza del olivo

esperar, no cansarse de esperar la alegría

Sonriamos, doremos la luz de cada día

en esta alegre y triste vanidad de estar vivo".
 
 

Estaba convencida de haber llegado a Punta de Rieles y por eso me afanaba en distinguir los ruidos que confirmaran esa idea. Pero no oigo nada y, sobre todo, no oigo voces de mujeres.

Me meten en un calabozo donde sólo hay una cama de elástico enganchada en la pared que ni siquiera puedo ver por la capucha y allí estoy por no sé cuántas horas de plantón, sin comer y sin ir al baño. En la mitad de la noche me dieron un colchón sin frazada y me acosté. Caían gotas de agua desde el techo sobre mi cuerpo pero no podía mover la cama y extrañé el calabozo que acababa de dejar, convenciéndome de que siempre puede haber algo peor. Sólo me permitían ir al baño a las 6 de la mañana y después de la cena, y eso me trajo una serie de malestares físicos. Dentro del calabozo no me dejaron ni el peine: apenas la ropa que traía puesta, nada más. Me sorprendió el tipo físico de los soldados porque parecían pertenecer a un sector social distinto del que se encuentra en la mayoría de los cuarteles. En las paredes de la guardia tenían pintadas consignas que decían algo tipo:

"Seré como los leones para atacar al enemigo", y es una lástima que no recuerde el resto.

Al día siguiente veo que hay una ventanita al extremo del calabozo y que si engancho la cama en el sostén de la pared me será posible escalar para mirar por ella. Lo hago con mucho cuidado para que los guardias no se enteren y compruebo que no estoy en Punta de Rieles.
 
 

Luego te enterás que es el cuartel de Infantería Nº 14 de Paracaidistas. ¿Cuánto tiempo te dejan allí?

Cuarenta días. A poco de llegar viene un oficial que parece un nazi por su aspecto físico y su forma de hablar. Me amenaza, me grita, dice que finalmente voy a aprender quién manda y se solaza hablando de nuevas torturas que me hará conocer. Me saca la capucha para que le vea la cara porque dice no tener miedo a que luego lo reconozca. Es una de esas situaciones en que uno se siente profundamente agredido, con una rabia que te sube desde el estómago y se te combina con el miedo. ¡Qué odio tan grande se siente! El séquito que lo acompaña, mientras tanto, se ríe. "¿Así que vos creés que nosotros no vamos a durar mucho?" me dice, y le contesto:

"Sí, creo". "Bueno, pero antes de terminar nosotros, vamos a terminar con muchos de ustedes. ¿Pensaste hasta dónde podés bancar? Más de uno ha creído que aguantaría mucho y terminó no aguantando", amenazaba. Cuando se va, pienso que se trata de la amansadora que me habían pronosticado en el otro cuartel.

En esos días sueño varias veces con Emi y Jorge. Es un sueño reiterado: los veo viviendo en una casa alegre, como siempre jóvenes y lindos. Desde que habían desaparecido soñaba mucho con ellos. Después quedaba parte del día pensando en su frío, en el horror sin destino que sería estar día tras día esperando la nada. Si me quedaba quieta veía mi cuerpo acurrucado, desvalido y solo, y las obsesiones comenzaban a poblarme. Entonces me movía, caminaba, y Elena y Telba y Gustavo y tantos llegaban con fuerza para reclamarme entereza: sentía vergüenza y volvía a apostar por la vida y una fuerza superior a las calamidades, nacida del sentirme parte de un todo, me recuperaba. En esos 40 días, me dediqué a mantener ese estado de ánimo y no fue poca mi alegría al descubrir que lo lograba. Como comía poco temían que estuviese haciendo huelga de hambre y me obligaban a tomar Plidex cada 6horas e incluso me despertaban de noche para hacérmelos tragar. No soportaba el estado de atontamiento en que me dejaban y terminé escondiéndolos y tirándolos. Del día del traslado recuerdo sólo la llegada al calabozo de Punta de Rieles, pero nada de cómo llegué allí.
 

Punta de Rieles era, para mí, además de la convivencia compartida y la lucha colectiva, el encuentro con Ivonne.

La había conocido en la misma Punta de Rieles en 1973. Teníamos 20 años y vivimos en los meses compartidos, todos los sueños, las angustias y las esperanzas de un momento incierto para la vida, no sólo nuestra sino del país.

La comunicación y la ternura son sentimientos inseparables y de aquella construcción diaria de símbolos e imágenes que nos permitían conocernos a nosotras mismas, se tejieron después las tramas de un amor necesario para vivir, que nos hizo proyectar identidades propias en la otra. La amistad tiene un valor especial en las mujeres y me llevó mucho tiempo de llanto, de incomprensión, de desasosiego, entender qué nos había pasado cuando 10 años después nos encontramos en el Sector C.

Cuando en el 73 y en la primer reestructura nos separaron, cada año de los que siguieron después (para mí, interna del penal, en libertad) estuvo signado por un recuerdo y una emoción más íntegra, tal vez, que la que se pueda tener por un amante. Algo así como todos los ideales, todas las necesidades de afecto, todas las soledades, todos los crecimientos y, fundamentalmente, todas las seguridades. Ella, mi amiga, separada por la fuerza, seguía siendo mi seguro refugio, eternamente comprensiva, maravillosamente mía. Había descubierto en su amistad las grandes carencias y necesidades de mi propia existencia, y la fusión afectiva la convertía en el espejo de mí misma. Cada una puso en la otra todo lo que vivió, todo lo que sufrió y soñó. Porque en realidad cada una fue, para la otra, su propio espejo.

Antes de llegar, años después, nuevamente a Punta de Rieles, en los más de 500 días de soledad en el calabozo cuartelero, había hablado más con ella que con ninguna otra persona y cientos de veces soñé con el reencuentro. Pero habrían de pasar 30 meses más antes que se produjera, y mil cosas, interiores y externas, se tejían a nuestro alrededor para hacerlo más tenso, más necesario y más frustrante.

Un domingo de "visitas" salí a limpiar el "descanso y la escalera" cuando, de pronto, bajaron del sector de arriba las compañeras del primer turno. Las soldadas me mandaron poner de espaldas contra la pared y recién supe que Ivonne estaba en el grupo cuando me llamó y corrió a abrazarme. En el 80 estas cosas no ocurrían en el penal y aunque ninguna de las dos fue sancionada, volvimos temblando, cada una a su celda.

En enero del 83 finalizaba la sanción de un calabozo en el que llevaba 105 días cuando me enteré, por las compañeras, que me habían trasladado al Sector C. Finalmente iba a encontrarme con Yvonne.

Fueron cuatro días eternos, no podía dormir, repasaba con ansiedad todo lo que tenía para contarle y temía con angustia que el tiempo no alcanzara. Sentía que era una de las cosas más importantes que me pasarían antes de salir en libertad, y la esperaba con alegría y temor a la vez.

Pero el encuentro fue difícil. Éramos dos "yo" con la cara y el cuerpo de la otra y muchas veces no encajaban. Nos desconocíamos y extrañábamos ala otra, la que tenía que ser y no era. Las expectativas, tan cargadas de afecto y emoción, se volvían una traba para el encuentro más espontáneo. Me sentí como las hermanas de Cenicienta queriéndome poner un zapato que no era el mío. Me viví estafadora de una imagen que no me pertenecía y ese desconocimiento, esa pérdida, hacía que mis pies pisaran una tierra sin arraigo. Nadie era culpable de esto, ella menos, pero tampoco yo, y tuve que luchar una vez más para asirme a la realidad de los desencuentros y las pérdidas, sin sentirme fracasada y culpable. También la cárcel tenía su cuota. ¿Cuántas puertas habíamos cerrado para protegernos?

Me sentí tan perdida como nunca antes, justamente porque era de mí misma que me perdía, de aquella identidad de mí que yo había construido con el rostro de Ivonne.

Cuando llego al sector A no paro de hablar durante tres días. Estoy muy excitada y no logro ubicarme demasiado en la realidad de esta nueva cárcel. Creo que fui tremendamente indiscreta: cada realidad conforma sus pautas, sus normas de conducta, y yo llevaba mucho tiempo viviendo sólo con las mías como para comprender que podía caer mal si decía cosas que estaban fuera del marco común gestado en la convivencia. A mí me parecía natural contarle a las compañeras las particularidades políticas que veía en mi caso y la decisión que había tomado, meses atrás, de hacer una huelga de hambre. Dicho así, simplemente, entre un grupo de mujeres que llevaban años de presas, esta afirmación sólo podía ser interpretada como una visión personal e individualista. Creo que no supe explicar cuáles eran las particularidades y, aunque estuviera equivocada, lo cierto es que muchas de ellas tampoco comprendieron mi actitud y fue difícil que coincidieran dos mundos de percepciones tan diferentes. Tenía muy claro que los compañeros de mi partido habían invertido enormes esfuerzos sobre la denuncia de nuestro secuestro no sólo por razones de fraternidad revolucionaria sino también por razones políticas, por ese esfuerzo combinado y gigantesco de aprovechar todos los resquicios para aislar a la dictadura. En esta labor en la que se integraban miles de uruguayos dispersos y organizados había un profundo sentimiento nacional de rescate de los valores democráticos. Me sentía consustanciada con esta lucha y creía que un modo de participar era realizando la huelga de hambre para apoyar la labor permanente que, sobre todo desde Brasil, había concitado tanta solidaridad.

La cárcel era un ámbito cerrado que hacía concentrar todas las energías disponibles en la resistencia a los mecanismos de destrucción aplicados diariamente. Mientras en el cuartel la lucha interior había sido por la subsistencia, aquí todo se volvía más complejo. Los requerimientos personales pasaban por la necesidad de una síntesis colectiva y la cárcel hacía de nosotras un instrumento de ella misma, uniformizando nuestras respuestas como forma de evitar la utilización individual, la división que nos debilitara. Todos los cambios y los avances significaron momentos de conflicto y tensión colectiva.

Fue difícil adaptarme a las reglas que todo grupo humano va gestando y terminan por ser "naturales"; supongo que a todas las compañeras que ingresaban les pasaba lo mismo. Los choques se fueron expresando en torno a las actitudes espontáneas que asumía, por ejemplo, en cuanto a las órdenes. Me resistía a cumplirlas así como así y eso generaba situaciones que en el sector eran vividas como provocaciones de mi parte.

Quería encontrarme con las compañeras y sentirme parte de ese grupo humano con el que había esperado tanto tiempo poder estar, pero mi decisión de hacer la huelga era irrevocable.

Sos bastante tozuda, ¿no?

Lo suficiente.

Entonces es mucho. ¿Cuál es la actitud de los oficiales?

Se cumplían dos años del secuestro y estaba sancionada en el calabozo. La huelga la empiezo allí e inmediatamente me trasladan a la enfermería y me inyectan suero. El Dr. Marabotto y algunos oficiales me visitan para decirme que no pueden permitir que en ese momento político del país yo haga una huelga de hambre. Y claro, es por ese mismo momento político que yo la estoy haciendo: se acercaba el plebiscito. Me atan para que no me saque el suero y a los dos días estoy completamente hinchada por las infiltraciones. Los brazos están negros y las mangas del pijama no me entran.

¿No te desespera estar atada? ¿No te morías por rascarte la oreja?

Era desesperante porque, además, todo te lo hacían vivir como una tortura. Un día ponen en la radio del sector a Landriscina haciendo chistes y empiezo a distinguir las risas de las compañeras: ésta es Fulana, ésta Mengana... Accedo al absurdo: en el sector se están riendo, y yo, en la enfermería, haciendo una huelga de hambre. Al sexto día la levanto, y creo que mal.

¿Por qué mal?

Mal por todo. Por haberla hecho, por haberla levantado, mal yo.

¿Hoy pensás que debías haberla seguido?

Es difícil responder desde el presente a esa pregunta. Pero creo que de allí a aquí he aprendido a valorar la importancia de que te entiendan. La huelga era válida para mí en el cuartel, pero dejó de ser válida inserta en un penal tan complejo y donde había que articular tantas cosas para caminar sin que te destruyeran. Cuando la levanto, me llevan al calabozo 60 días y, aunque fue el más incomunicado de todos los que tuve, de algún modo me hizo bien, me ayudó a comprender que debía vencer todos los prejuicios que la situación hubiera generado, centrando las baterías en lograr ser aceptada. Además, había algunos gestos que me alegraban; oír a alguien que en un recreo silbaba cerca de donde yo estaba, por ejemplo.

¿Cómo es tu regreso al sector? ¿hacés una autocrítica frente al grupo?

El tema de la huelga se convierte en una especie de "tabú", no porque yo no lo quiera hablar sino porque genera muchos problemas a nivel subjetivo. Creo que es a partir de ese momento que empiezo a vivir, realmente, la cárcel. La cárcel como hábitat, como horizonte gris metiéndosete en los huesos, en los sueños, en la cotidianidad. Cuando estás solo en un calabozo sobrevivís con todas tus fuerzas, te aferrás a la vida y te recorrés a vos misma como fuente de la vitalidad necesaria.

En la convivencia, todas éramos un engranaje complejo de ansias, miedos, frustraciones y búsquedas. Lo bueno y lo malo de cada una se ponía en juego cada día y a la vez, hasta el más mínimo detalle de tu vida era objeto de la represión que intentaba matarte la creatividad. Te deshacían lo que pintabas, lo que bordabas, lo que escribías. La poesía y el arte eran subversivos porque querían destruirte la vitalidad obligándote a lo mediocre. La represión iba metiéndose dentro de vos sin que te dieras cuenta y el mundo leve y sutil de la comunicación se iba transformando en un pesado adoquín. Como decía Miguel Hernández: "...Un albañil quería... Pero la piedra cobra su torva densidad brutal en un momento..."

Querías - claro que querías- encontrarte con cada compañera, vivir a cada una, ser plena ante la destrucción, construir en ese mundo cerrado sobre sí mismo no sólo los gérmenes del futuro sino ese presente, ese hoy que sería la base. Pero era allí, precisamente, donde te sentías irremediablemente presa.

A ese sector, en ese período, lo sentí como un plomo. Un plomo con algunas bocanadas de aire fresco como Corina, con sus lecturas de Don Verídico, sus partidas de truco y los cuentos de su nieta; como Angeles, recién llegada con su linda "cara de calle"; como Renata y sus charlas del taller de Torres García y Bellas Artes; Alicia y sus búsquedas desesperadas... Ellas simbolizaban esa "mitad del cielo" que a veces lograba colar su magia por entre el pesado gris plomo...

 

Indice "Mi habitación, mi celda" Siguiente