Este artículo fue publicado en el Cuaderno Nº11 de Cotidiano Mujer, en 2014. Puede encontrar todas las revistas aquí y cuadernos aquí.

Valeria España

Resulta extremadamente complejo reducir a unas cuantas líneas la reflexión en torno a fenómenos que requieren profusos análisis en torno a la juventud, el género, la manera en la que se gestiona el sistema penal en nuestras sociedades, los impactos de la privación de libertad, la discriminación clasista, la construcción de la alteridad.

Más difícil resulta todavía cuando es necesario responder rápidamente ante el oportunismo político de algunos dirigentes que proponen soluciones mágicas a estas problemáticas apelando a visiones reduccionistas que exaltan el miedo al otro y someten a mayorías coyunturales la definición de la forma en que se debe administrar el castigo en nuestras sociedades.

Si miramos las discusiones actuales, pareciera que estamos en el medio de una ráfaga de tensiones y contradicciones, en las que el eje de las mismas no toma en cuenta las voces de los sujetos que involucra.

Al tiempo que se cuestiona el modelo adultocéntrico en nuestro país, exigiendo renovación y se exalta la juventud como atributo, se presentan iniciativas hostiles para el tratamiento de los y las jóvenes en conflicto con la ley; al tiempo en que se visibilizan situaciones de tortura y malos tratos a adolescentes, la oposición se indigna apelando a reformas constitucionales que agravarían aún más la lógica del encierro a las que son sometidos los adolescentes.

En esta discusión también sobrevuela un espíritu clasista. No todos los jóvenes en conflicto con la ley terminan presos. El proceso de criminalización primaria, a partir de la selectividad de la policía es efectivo. La inmensa mayoría, de los jóvenes que terminan en Centros de Reclusión son pobres. Los itinerarios que los vinculan al delito son diversos pero todos ellos relacionados a contextos en los que fueron vulnerados sus derechos fundamentales. Este fenómeno está vinculado a la asociación que se hace del delito con la pobreza como consecuencia de su criminalización casi originaria.

En el marco de estas discusiones, es posible notar que el lugar que ocupan las mujeres en general, y las jóvenes en particular, es marginal.

En el caso específico de la privación de libertad, Lagarde afirma que esto se desprende de la lógica patriarcal a través de la cual “el conjunto de compulsiones que las obligan a ser buenas y obedientes hacen infrecuente la delincuencia”.

Pero esa marginalidad numérica ha incidido también en un menguado tratamiento en el análisis de las especificidades de las dificultades que padecen las adolescentes presas. Entraron a otro mundo donde aparentemente también son invisibles. Pero no lo son.

En nuestro país son muy pocas. No llegan a 40. Podríamos memorizar sus nombres, conocer sus historias de vida y las trayectorias que las condujeron a las inmediaciones del centro de reclusión ubicado en General Flores 3214.

Hoy son muy jóvenes y hasta ahora sus voces anónimas. Nacieron entre los años 1998 y el 2003. Sus historias de vida y trayectorias familiares no pueden entenderse fuera de los contextos políticos y sociales en los cuales vivieron.

Adicionalmente al abordaje específico en función al género como un aspecto relacional que nos permita visualizar las diferencias socio-culturales entre los jóvenes es necesario considerar aspectos vinculados al contexto socio económico en el cual se insertan. Esto debido a que “las líneas divisorias entre las clases sociales son las que delimitan las maneras en las que las mujeres están articuladas en el sistema patriarcal” (Peredo, 2007)

Lo anterior pone en evidencia lo que por obvio se calla: los distantes universos que separan la vida y las oportunidades entre las adolescentes está determinado en gran medida por el entorno familiar que les toque vivir.

A través de la irrupción, la transgresión, la ilegalidad, buscan manifestar su disidencia ante un contexto adverso que no les permite encajar en el modelo de consumo sexista que establece reglas invasivas y maniqueas en torno a la construcción de su identidad.

En esta etapa de formación la privación de libertad les plantea el desafío de superar desde el cautiverio la asignación de roles, replantear el conocimiento de su cuerpo, la resignificación de la formas de amar sin atavismos violentos, sin estigmas, recuperar los vínculos con el entorno.

En este contexto, las condiciones en las cuales viven ese encierro y enfrentan las precariedades estructurales y subjetivas (segregación espacial, discriminación, atmósferas culturales, circuitos de violencia) nos involucran a todos en tanto comunidad.

No sentirnos ajenos a esta realidad a su vez nos permite contar con elementos para poder reflexionar en torno al presente y futuro de la juventud en nuestro país. Trazar un puente con esas jóvenes contribuye a derrumbar las barreras simbólicas del temor al otro y tratar de desanudar las tensiones.

Sin reflexión no hay nuevos territorios que recorrer. Lo verdaderamente peligroso es dejarnos manipular por las voces que proclaman que determinadas personas no pueden rectificar ni eliminar las huellas del determinismo social, que quedan y quedarán para siempre marcadas, como seres “no cultivables”, siempre ajenos, rotos.

No nos dejemos llevar por el empeño de separarnos, de no reconocernos.

Acercarnos a realidades tan complejas, y aparentemente tan lejanas como estas, es el primer paso para asumir una responsabilidad colectiva con nuestras niñas y adolescentes.

Compartir