¡Guarde silencio 275!

Artículo del Cotidiano Nº28

 

Decía José Pedro Varela que aquéllos que se han encontrado en los bancos de una escuela se acostumbran a considerarse iguales, sin más diferencias que las aptitudes y virtudes. Algo similar pasa con quienes se han encontrado en una celda, como nos encontramos muchas de nosotras con Rita Ibarburu. La noticia de su muerte es amarga, apenas suavizada con su imagen, digna y valiente hasta el último día.

En pleno invierno de 1976 llegaron las primeras comunistas al penal de Punta de Rieles. Nadie sabía cómo iba a resultar aquel encuentro.

Establecimiento de reclusión para presas políticas desde enero de 1973, el penal de Punta de Rieles albergó hasta la llegada del Partido Comunista una población compuesta mayoritariamente por jóvenes integrantes del MLN Tupamaros y algunas militantes de la OPR 33 y el PVP, el FRT, el PCR, el PST y el PS. 1976 fue un año duro para todos, en la calle y en el penal. Cuando llegó Rita, el sector D al que fue asignada estaba incomunicado del exterior y no tenía recreos. El conflicto había empezado a fines del 75 con la negativa ante un trabajo -propuesto primero como voluntario y luego como obligatorio- y se había extendido y complicado a lo largo de 1976. En ese escenario inició su encierro Rita, con el número 275 y el bolsillo rojo. Los castigos que se superponían al hecho de estar presas consistían en círculos de más y más incomunicación —"se la llevaron presa", decíamos con humor cuando llevaban a alguna compañera al calabozo— y era inevitable que produjeran tensiones también crecientes. Rita entonces, vino a dar con sus huesos a un mundo que no le daba la tregua necesaria para recomponer su cuerpo y su espíritu maltrechos por los interrogatorios. En sus insomnios se agitaba la imagen de Eduardo Bleier, un querido camarada suyo al que vio por última vez en el cuartel aferrándose a un hilo de vida. Todas sabíamos bien que salir de ese periodo cuesta un gran esfuerzo de reequilibración y requiere tiempo, pero ella quiso incorporarse de inmediato a las actividades colectivas.

Allí estaba, en medio de un grupo de jóvenes ávidas de preguntarle todo. Para ganar tiempo, mientras trataba de entender qué tan amistoso era el grupo y qué tan politizado estaba, Rita se puso a cantar. Esa imagen suya es inolvidable. Sentada en una cucheta, arreglando alguna prenda de su nuevo uniforme gris, ella lanzaba furtivas miradas a su alrededor y, me imagino, trataba de comprender rápidamente cómo era ese nuevo mundo en el que había venido a dar.

Tocar el tema de la edad al hablar de Rita produce cierta sensación de transgresión, puesto que fue para ella un conflicto compartir ese período con gente tanto más joven. Así se lo oí decir una vez en el baño a una de sus camaradas: "En todos los grupos que integré siempre hubo gente de todas las edades, pero aquí, soy 30 o 40 años mayor que todas; nunca me había sentido así".

Pero el tema de la edad fue importante para todas. Un cierto sentimiento de protección mutua se generaba en el secreto pensamiento, absurdo pero inevitable, por el cual ella consideraba peor estar presa a los veinte años que a los sesenta y nosotras pensábamos lo contrario. Absurdo sin duda, pero de ese tipo de pensamientos surgía un interés afectuoso por comprender los distintos mecanismos del sufrimiento ajeno y por crear el ambiente más adecuado para sobrellevarlos.

Supimos que Rita era miembro del Comité Central del Partido Comunista, secretaria de redacción de la revista Estudios y que estaba casada con Alberto Suárez. Supimos que dictaba cursos de filosofía en la "escuela vespertina del Partido Comunista". De modo que, una vez exprimida la recién llegada de toda información relativa al panorama político nacional e internacional, llegó la hora de filosofar. Ella se tomó su tiempo para calibrar si la discusión política sería positiva en esas condiciones o si produciría tensiones innecesarias.

La vida entre rejas tenía sus reglas, acordadas y respetadas por todas. Rita se situó frente a esa realidad con uno de sus rasgos más salientes: con modestia. Escuchó las razones de cada actitud, preguntó, aportó ideas... y se integró de inmediato. Había reglas y había centros: uno de ellos era el diseño de una vida interna lo más rica posible. En ese plano Rita jugó un papel invalorable. Incitaba a discutir, con ironía, con inteligencia, con gracia. Ella opinaba sin restricciones, pero además, quería saber.

Pensaba que todo lo que existe tiene que encontrar su mejor expresión, generalidad que, en el plano político significaba por ejemplo, que si una corriente de opinión subsiste, es mejor que esté organizada. Pensaba que todos tienen un papel que jugar en la historia de su tiempo, generalidad que, en materia de alianzas significaba por ejemplo -lo llamaba la regla de oro- que se debe exigir el máximo pero se debe saber aceptar el mínimo que cualquiera esté dispuesto a dar. 

Junto a Rita llegó su hermana Manena, las dos aterrizaron en la celda 7 razón por la cual se decía que la 7 era como una comedia musical: las Ibarburu dirigían un coro formidable cuyas prácticas se repartían a lo largo de toda la jornada. Había, para qué negarlo, voces imposibles de domesticar, voces que provocaban gestos de horror apenas disimulados en nuestras bolches melómanas. También había, a veces, necesidad imperiosa de reírse. Y como según la sabia Reader’s Digest, la risa era remedio infalible, nosotras tomábamos todas las noches nuestra dosis de risa para curar las penas. En esos casos era común escandalizar a las Ibarburu transformando en murga una cantiga o un madrigal de siglos pretéritos. 

¿Todo fue un lecho de rosas? No, nada menos apropiado para Rita que un panegírico dulzón. Ella no era una santita y su lengua afilada era un arma temible. Pero tuvo siempre la capacidad de salvar lo más importante, la dignidad, la camaradería, el respeto. 

El miércoles 2 de setiembre Rita murió. No quiso velatorios ni condolencias. Pero sabía que nos íbamos a condoler de verdad, con toda el alma. 

Ivonne Trías