A propósito de la Iniciativa 50/50:
algunas reflexiones

Line Bareiro


Agradezco a las compañeras de Cotidiano Mujer por haberme invitado a este acto. Estar aquí me permite pagar una partecita de una gran deuda histórica que tenemos las feministas paraguayas con el Uruguay. La deuda la hemos contraído en el año 1918, cuando Paulina Luisi contribuyó de manera decidida a la formación del Centro Feminista Paraguayo, el primer grupo feminista de mi país que presentó en 1919 un proyecto de igualdad civil y política para las mujeres en el Paraguay.

Las sufragistas como Paulina Luisi, rompieron con las formas tradicionales de hacer política de las mujeres, que significó nada menos que la ruptura de la aceptación de la subordinación de las mujeres influyendo a través de los hombres con poder, o llevando comida a los presos políticos pero sin ser ellas mismas las protagonistas, o haciendo trabajo de base en los partidos políticos, sin reclamar investidura. Las sufragistas nos legaron la ciudadanía, el derecho a gobernar y a decidir quién gobierna, la importancia de colocar en el debate público nuestros problemas y propuestas. Las sufragistas como Paulina Luisi dieron el paso de la influencia a la investidura para las mujeres.

Como feminista y socialista, ella luchó por dos igualdades que hasta hoy son difíciles de conjugar, la igualdad social y la igualdad entre mujeres y hombres. Ella comprendió que la democracia es un sistema capaz de incluir la diversidad societal en la representación y el procesamiento de sus distintos problemas y reivindicaciones en el sistema político.

El voto se conquistó en cada país de nuestra América Latina entre 70 y 40 años atrás. Pero el acceso a la representación política fue sólo simbólica, excepcional y menor acceso aún tuvieron las mujeres al gobierno, a los Ejecutivos. Así, durante muchos, muchos años, se volvió a resignar las ideas de profundización de la democracia con el aporte de las mujeres en la legislatura y en el ejercicio de poder en el Ejecutivo.

La conquista de la ciudadanía femenina como el más alto status jurídico dado por una comunidad política, fue un paso fundamental, pero el ejercicio de los derechos políticos, y también de los económicos sociales y culturales tuvieron importantes restricciones provenientes de la propia institucionalidad, de la construcción subjetiva de la ciudadanía por parte de las mujeres y de una cultura política que sin grandes cuestionamientos aceptaba la exclusión de las mujeres, de los pueblos indígenas, de la población negra.

Notablemente, las dictaduras nos igualaron a mujeres y a hombres. Nuestra ciudadanía, como la de los hombres democráticos, fue ejercida entonces como resistencia. No voy a describir lo que hemos padecido hombres y mujeres en las dictaduras, pero cada vez que nos tratan como recién llegadas a la política y que nos dicen que tenemos que ganar nuestro espacio político, pienso que si las mujeres no hubiesen sido parte activa de las luchas antidictatoriales seguramente no habrían habido tantos niños y niñas secuestrados por los asesinos de sus madres y que algún significado tendrá que el caso más conocido del operativo cóndor es el de un hombre y una mujer uruguaya secuestrada en el Brasil.

La nueva ola democratizadora de nuestra región entre los años 80 y 90 coincidió por una parte, con la derrota del bloque comunista, el avance neoliberal, las tendencias homogeneizadoras y la pérdida de derechos sociales, pero también, con la reorganización del movimiento de mujeres que siguió expandiéndose en diversos espacios, reclamando al mismo tiempo un lugar en la conducción de la democracia, la modificación en las relaciones familiares, incluyendo políticas contra la violencia doméstica, la autonomía personal, la libertad en la sexualidad y en la reproducción, incluyendo la despenalización del aborto, así como la creación de mecanismos nacionales impulsores de la igualdad real entre los sexos, principalmente mediante la incorporación efectiva de la perspectiva de igualdad de género en todas las políticas públicas y en las actuaciones de todos los poderes del Estado..

El mayor obstáculo con el que se encontraron las mujeres en la política fue, por una parte, concepciones restringidas de democracia y por la otra, la pérdida de la igualdad como valor incluso en la izquierda. Un mecanismo ideológico impresionante operó para convencer que una mitad de la humanidad es lo universal y la otra mitad es solamente un particular. Si la humanidad fuese una naranja, la mitad masculina se convirtió en la naranja entera y la mitad femenina en un gajo solamente, un acto de prestidigitación que duró siglos.

Muchos países adoptaron cuotas mínimas de participación de mujeres, aunque en muchos casos no hubo una adecuada sintonía de la medida de acción positiva con los sistemas electorales. De todas maneras, los dos únicos países de la región que superan el 30% de representación femenina en los parlamentos y el que supera el 20%, tienen cuotas mínimas, en tanto que todos los que tienen baja representación es decir, menos que el 10% no tienen cuotas.

Uno de los principales argumentos en contra de las cuotas era que ese país, cualquiera fuese, era tan democrático e igualitario que no precisaba de ninguna acción positiva. La confianza en el mercado como generador de igualdad, alcanzó también a la izquierda en materia política, aunque lo refutase vehementemente en lo económico.

En junio de 2000 Francia nos estremeció. Ubicado hasta ese momento en la penúltima posición en la Unión Europea en cuanto a representación política de las mujeres, aprobó la paridad para todos los cargos sometidos al voto popular. Ya no se trataba de un mecanismo que mejore la representación femenina, de establecer una compensación, sino directamente de establecer mecanismos para una igualdad real. La paridad es la igualdad. En ese mismo año, Ecuador estableció una cuota progresiva hasta el 50% y actualmente están en el 40%.

En España, la derecha superaba ampliamente a la izquierda en cuanto a mujeres cabezas de lista, pero el hoy presidente del gobierno, revirtió por decisión propia esa situación, nombrando un gobierno paritario, no sólo en el número sino también en cuanto a la importancia de los ministerios ocupados por mujeres y hombres.

Hoy, en el Uruguay, se lanza la campaña 50-50, dirigida a todas las candidaturas. Las encuestas nos muestran que puede haber un cambio en la historia política uruguaya, ya que por primera vez la izquierda tiene posibilidades ciertas de convertirse en gobierno. Ese gobierno tendrá sin dudas muchas limitaciones para tomar las medidas imprescindibles para revertir el crecimiento de la desigualdad social, de concentración del capital y de aumento de la pobreza.

Pero también habrá retrocesos, pues es seguro ya, que habrá menos mujeres parlamentarias. Sin embargo, hay algo que sí puede hacer el gobierno que resulte electo: puede nombrar un gabinete paritario. Para eso, solamente se necesita de la voluntad del futuro presidente de la República, de su equipo más cercano y de el o de los partidos que ganen la elección.

Habiendo en el Uruguay suficientes mujeres calificadas para ocupar los cargos, la disyuntiva es sencilla, la voluntad de profundizar la democracia se demostrará en el primer acto de gobierno, si se nombra a igual número de mujeres y hombres en el gabinete y en todos los cargos de confianza, nos indicará que hay disposición de marcar la diferencia, de hacer realidad los discursos, si no, tendremos una vez más esa profunda tristeza de que cada vez nos cuesta más entender las diferencias entre derecha e izquierda, porque se parecen demasiado, en sus políticas y en sus justificaciones.

Lo más importante de esta iniciativa ciudadana, de esta alianza entre mujeres políticas y el movimiento feminista, es que está creando el clima favorable para que haya un gobierno 50-50, un eficiente mecanismo generador de igualdad entre los sexos y el desarrollo de políticas públicas que permitan la autonomía de las mujeres como soberanas de sus cuerpos, compartiendo las responsabilidades y el tiempo familiar con sus hombres, y enriqueciendo la convivencia social de manera a romper con las nuevas segregaciones y la naturalización de la pobreza y la exclusión social y construir una efectiva universalidad de derechos humanos y ciudadanos.