"Mi habitación, mi celda"
Lilián Celiberti
Lucy Garrido

ANTES DE MAÑANA

La espera, siempre rodeada de misterio para que lo bueno parezca malo y lo malo peor.

Todo está listo. Pero qué. De tanto auscultar signos y hacer conjeturas diariamente, se adquiere el hábito. Lo imprevisible está a la orden.

La mujer vestida de verde entrega un papel. ¿Porqué no habla? ¿Qué piensa? ¿Siente rabia, miedo, desprecio? Simplemente está allí, con todo su ser papel. En el silencio hay que gritar, hacer el último gesto: ¡Hasta siempre, compañeras!

El trecho hasta la guardia es corto. Recién allí tendrá todo más claro: el paquete que le entregarán es el signo; es también el símbolo.

_ Rápido. ¡Apúrese!

¿Por qué rápido? ¿Acaso no ha gastado tantos años imaginando, creando, construyendo este momento? El sol de noviembre esta vez es promisorio. Lentamente, los grises caen mientras las manos se excitan al tacto nuevo de la ropa que no dice 590. Para estrenar la vida nuevamente. Es como salir de una crisálida (esa cosa tan fea con un nombre tan lindo) en primavera. Es primavera.

Pero ese montón de ropa gris fue lo que a la mariposa el gusano: su casa, su habitación, su celda.

Mamá me habla, me cuenta: no le pudo avisar a Francesca, la llamaron de apuro; dos días antes de lo previsto para que no se enterarán los periodistas Brasileños El trayecto desde el penal hasta la carretera está armado de guerra. Qué ridículo.

Esperé tanto este momento que no sé cómo vivirlo; la alegría es como una borrachera. Mil veces quisiera andar ese camino para degustarlo de nuevo.

Cuando todo se estrena las sensaciones se confunden y apenas tengo calma para mirar las cosas. Entro a las cosas: los sillones tienen otra tela, pero las sillas naranja y la repisita son las mismas. La casa está más vieja, más descolorida. Busco el espejo del cuarto de mamá para mirarme entera.

Llega gente. Son periodistas, me explican mis padres, son también amigos.

Tomamos cerveza, hago declaraciones, abrazo a Francesca que llega arrancada de un cumpleaños. Luces, televisión, ruido... es tan grande el contraste...

Todas las caras desconocidas son iguales. Mamá me explica qué representa para ella cada una: años de trabajo, de investigación, de miedo. Siento en sus miradas que me conocen y me quieren y eso me sorprende y emociona pero también me avergüenza.

¿Cómo tienen las fotos de los secuestradores? los pedazos de la historia se empiezan a unir en mi cabeza y comienzo a distinguir los pequeños fragmentos de un puzzle que para mí estaba formado de piezas grandes y uniformes.

Regreso, pero no del todo. Los números de las casas, de los ómnibus que veo, para mí tienen nombre: 546, Cristina; 470, María Rosa.

Las horas tienen gestos: ahora están tomando el té. Si pudiera volver para decirles del espejo, del color de las sillas... Quiero traerlas. Tantas cosas vividas juntas y justo hoy no poder contarles. En el calabozo siempre me preguntaba si los sonidos eran reversibles; lo que yo oía, ¿también se podía sentir del otro lado de esa caja?

Pero los matices se van perdiendo según pasan las horas y aquella caja se cerraba más y más sobre sí misma.

El relato se repite una y mil veces y hay una tarea inmediata: meterse, empaparse de cosas, y de gente, y de vida.
 
 

Ese domingo fue a la Rodoviaria de Porto Alegre a esperar a una compañera. Eran las 9 de la mañana. Alguien, con tono amable, le pidió los documentos. Entregó el pasaporte uruguayo y la condujeron a una oficina. Su situación en Brasil era legal y pese a que sabía de las nuevas detenciones en Buenos Aires y Montevideo, pensó que no debía preocuparse. Un uruguayo la saluda como si la conociera. Ella recuerda: Capitán Giannone, 1973, Punta de Rieles, famoso por la depredación que hacía con los paquetes que los familiares enviaban, pero más por su sostenida aureola de crueldad. Ya no puede decirse que nada grave sucede aunque la conciencia del peligro, en vez de incentivar sus energías, la sume en la pasividad del que espera la reacción del otro y sólo puede pensar que Camilo y Francesca aún estarían en Italia si ahora fuese octubre y noviembre no viniese tan mal aspectado. Camilo y Francesca, que están esperando ir al fútbol con Yano* mientras ella, en Jefatura, desnuda y con alambres en los oídos y en las manos, recibe las descargas y el agua, las descargas y el agua, las descargas y el agua, pensando en el hijo de Sara, en la hija de Emilia, en Camilo y Francesca, Camilo y Francesca...
 
 
(*) Apodo de Universindo Rodríguez.
 
 

¿Tenías más dolor que miedo?

El miedo lo sentís en los intervalos. En los momentos concretos solo sentís dolor. El verdadero miedo es el que se siente cuando esa sesión de tortura termina y vos sabés que va a comenzar la otra, o que no comienza nada y vos estás esperando, paralizada por esa sensación, tal vez la más terrible que se pueda sentir. En ese momento lo que más te duele es la humillación que significa estar ahí, aullando, con el cuerpo embadurnado de mierda y saltando sin poder controlarte, saltando sin que tu voluntad pueda impedirlo. El objetivo de la tortura es ése: denigrarte como persona, que tu cuerpo, tu voluntad, pierdan el control y te sientas un montón de carne, huesos, mierda y dolor y miedo.

Y ahora, que lo estás recordando, ¿no te asusta?

Me daría miedo si pensara que mañana me puede volver a pasar una situación semejante, pero me asusta. Me avergüenza y me indigna.
 
 

Me vistieron y me llevaron al apartamento.

Sellig, el encargado del DOPSI me había permitido dejar a los chiquilines en la casa de unos vecinos y yo creía que, de hacerlo, me podría sentir libre de responsabilidad y sentimientos de culpa; que de allí en adelante sólo debería preocuparme por mí y contar con mis propias fuerzas, las tuviera o no. Pero todo salía mal. Golpeé en la casa de esos vecinos y no estaban, golpeé en otra y tampoco, golpeé en todos los apartamentos y no había nadie, nadie. Creo que no podré perdonarme nunca la estupidez de ese momento; no fui capaz de gritar ni de correr, de intentar algo más que no fuera golpear la puerta de todos los vecinos. Allí nos permitieron hablar unos minutos a Yano y a mí, fue la última vez que hablamos hasta salir de libertad y no creo que hallamos dicho mas que "¡Suerte!".  

Nos metieron en un auto y nos llevaron a Jefatura. Nadie hablaba. Era de esas situaciones que se dan en las que todos saben lo que está pasando, y sin embargo todos se quedan sin palabras. Sólo Francesca, en la inconsciencia de sus tres años, jugaba con los policías y en su media lengua de italiano y español preguntaba y pedía que la convidaran con torta. Recuerdo que yo me sentía igual que unos años antes cuando Camilo estuvo muy grave y no me separaba de su lado; ahora, como entonces, quería protegerlos con la cercanía física, como si eso fuera posible; como si todo el miedo fuera a terminarse pronto, como si realmente pudiera hacer algo solo con el abrazo.

Una mujer vino a cuidarnos. Le conté de las desapariciones de niños en la Argentina y le pedí que llamara a mis padres en Montevideo y les avisara lo que estaba pasando. No parecía adiestrada en la represión y el odio: era, simplemente, una mujer sumisa y habituada a pensar, como mucha gente, que "todo el que va preso, por algo será". No se atrevió a hacer nada, pero tiempo después, cuando se inició la investigación del secuestro y se empezaron a descubrir las cosas, llamó a nuestro abogado diciendo que quería declarar. Extrañamente, antes de que se presentara a hacerlo, murió, y más extrañamente, a su velatorio asistieron (pese a ser una funcionaria de bajo escalafón), todos los jefes de la Policía de Porto Alegre y fue enterrada con honores.

Mientras tanto, nada me había salido bien: los vecinos no estuvieron, la mujer no llamó a mis padres y cuando me corté las muñecas (no para suicidarme, como interpretaron mis captores, sino para que tuvieran que llevarme al hospital y evitar el traslado a Uruguay) me agarraron a tiempo. Después, a la 1 de la madrugada, empezó el viaje hacia el Chuy.
 
¿ Se comportaban igual los captores uruguayos que los brasileños?
 

La desaparición era el principal enemigo contra el que luchar. Frente a él veía dos comportamientos en mis captores. Los militares uruguayos me lo daban a entender como algo factible, por la misma forma del operativo: si nos detenían ilegalmente en Brasil, lo más fácil era hacemos desaparecer (a esa altura había ya cerca de cien desaparecidos), y más aún si en el medio estaban dos niños que complicaban bastante las explicaciones del hecho. Por otro lado, en los policías brasileños me parecía captar como interés principal el que rápidamente nos sacaran del país, desembarazarse de nosotros cuanto antes porque eran más sensibles a las consecuencias. No desde el punto de vista humano sino debido al momento político de Brasil. En noviembre del 78, en medio de una campaña electoral con fuerte crecimiento del entonces único partido de oposición, con muchos conflictos en los sindicatos por reivindicaciones salariales y con libertad formal de prensa, a los militares brasileros les interesaba mostrar cierta fachada legal. Ellos me daban la seguridad de que a mis hijos no les iba a pasar nada pero, lógicamente, era muy difícil creerles aunque dijeran que había un compromiso de los uruguayos de entregar a los niños apenas llegáramos a Montevideo. Lo más extraño era que hubieran hecho todo ese operativo de apoyo a la dictadura uruguaya (como implicaba que el DOPS pusiera sus hombres, sus vehículos, su infraestructura y hasta sus aparatos de tortura) para simplemente detenernos a dos personas y dos menores. Por otra parte era raro que los militares uruguayos (sabiendo que había en Brasil otros compañeros del PVP)perdieran, por viajar, toda una noche o tal vez un día de interrogatorio. Realmente llamaba la atención, y en mis momentos de lucidez esto me hacía creer que en realidad no era la misma situación de comodidad que habían tenido en Buenos Aires o Paraguay en acciones similares de los comandos antisubversivos del ejército uruguayo. Suponía que ése era el acuerdo que habían establecido con el Dops o quien hubiera negociado este apoyo por el lado de las autoridades brasileñas: comprometerse a involucrarlos lo menos posible en el episodio. También pensaba que la presencia de los niños y mi entrada legal a Brasil les complicaba el plan. La actitud de ambos aparatos represivos conmigo era bastante diferente. Mientras los brasileros querían hacerme sentir una cierta normalidad en el episodio y cuidaban las formas del trato (al menos delante de mis hijos), a los uruguayos estas cosas les importaban bien poco y había un tono siempre amenazante en sus intervenciones.

¿Cómo fue el viaje hasta el Chuy?

Desesperante. Camilo y Francesca se durmieron y yo tenía que pensar qué iba a hacer. Cada tramo hacia el Sur era más peligroso y más frío. Tener tiempo para pensar me agobiaba, el miedo tenía espacio para explayarse a sus anchas y convertirme en su instrumento. Los últimos años pasaban uno a uno por mi mente, los rostros conocidos, las ilusiones, los dolores; sentía que ése era el momento en que en realidad empezaba a vivir con lucidez, con capacidad de decidir por mí misma, el momento en que más amaba la vida, en que empezaba a descubrirla. Pensaba en las noches en que escribía cartas desde Italia a Montevideo; pensaba en que hacía 20 días que había vuelto de ir a buscar a mis hijos creyendo que era posible vivir en Brasil; pensaba en una amiga que el día de la partida me había preguntado si no tenía miedo y le había contestado que no. Pensaba. Pensaba, en el sentido más literal, que la noche no sería eterna y tenía los ojos fijos en el sol que salía pero sin ninguna promesa para mí, para nosotros.


Fue eternamente largo el viaje.

Las horas parecían no pasar nunca pero la conciencia decía que esa carretera llegaba a alguna parte.

Cuando empieza a amanecer, sé que los plazos se acortan. Como objetivo, va apareciendo claro lograr que en Brasil el Dops se vea más involucrado en esta historia. Debía ingeniarme para que me llevaran de vuelta a Porto Alegre. No podían quedar impunes. Pero, ¿cómo hacerlo? Si era verdad que habían hecho todo para sacarnos de Brasil sin que nadie se enterara, no sería fácil convencerlos para que me llevaran nuevamente. Tenía que inventar algo, era la única posibilidad de salvación. Mis compañeros debían enterarse. Esta expectativa despierta mis energías y me concentro en cómo armar un plan.

En el Chuy nos cambian de autos; hay muchos hombres, todos de particular y con armas muy a la vista. Me ponen en una camioneta con Camilo, Francesca y dos de ellos que juegan ostensiblemente con las armas. Nos acuestan boca abajo. Al rato, la camioneta parte y camina un trecho corto. Les digo a mis hijos que estamos en Uruguay; Francesca está muy molesta y llorona, Camilo no dice nada y se mantiene muy serio y concentrado. Me parece un comportamiento demasiado adulto: no llora, no pregunta, no busca protección. Luego me bajan. Francesca no quiere que me vaya y yo la tranquilizo.

La Fortaleza de Santa Teresa está cerca. Me llevan a poca distancia del mar, al lado de unos árboles, y me preguntan sobre otros compañeros uruguayos en Brasil, cómo se reparte nuestro periódico, a quién conozco en Montevideo. Cada uno tiene una pregunta predilecta; Glauco Giannone juega al malo y grita muy alterado: "Esta está de viva, no hay que darle más pelota, vamos a actuar. ¡Total! Aquí termina el viaje ¿O piensa que nos vamos a tomar tantas molestias?" Dicen que me van a matar allí mismo porque no quieren más complicaciones: "Uno más al Río de la Plata". Me paran me ponen junto a un árbol en un simulacro de fusilamiento y la verdad, no se me ocurrió ni por un instante que fueran a matarme. No tuve miedo; me parecía increíble que me mataran de esa forma tan simple, tan humana. El odio q tenían a todos era tan profundo que no creía que quisieran ahorrarle sufrimientos a nadie, y les dije: "Ustedes no van a hacer todo esto para matarnos así, simplemente". El Capitán Ferro se acercó: "Parece que contigo se puede hablar dijo. Yo le contesté que sentía una enorme responsabilidad respecto a mis hijos y que podía decirles algo que tal vez les sirviera si se comprometían a salvarlos.


¿Ya habías armado el plan?

Sí. Ese día era lunes de mañana y les dije que el viernes vendría alguien a mi casa de Porto Alegre pero que no sabía quién era; "Seguramente es un compañero con responsabilidades", agregué.

¿Y era cierto?

Sí. Sólo que yo contaba con algo que le había mandado decir por otro que había viajado a San Pablo: después de recibir una carta en la que me contaban que había detenidos compañeros en Montevideo, le expliqué que no iba a viajar a la frontera y que teníamos que comunicarnos el martes, miércoles y jueves por teléfono dado que la situación era muy riesgosa. Estas comunicaciones eran previas y necesarias antes de que él se trasladara el viernes a mi casa. Esto decía la lógica y yo me aferraba a ella. Pero en ese juego había algo muy peligroso, de lo que era consciente y por eso me asustaba.

Sentía una gran inseguridad: ¿y si algo salía mal? ¿ y si algún compañero del partido venía?

 

¿Apostabas a que, de lunes a viernes, hubiera tiempo para que tus compañeros sospecharan o se enteraran de la situación?

Sí, y el segundo elemento era que nosotros habíamos entablado relación (a través del sindicato de periodistas) con un reportero de la revista Veja que investigaba a los Servicios le Seguridad y que nos había alertado sobre los comandos cazadores y de ciertos contactos que las fuerzas de seguridad uruguayas estaban haciendo con sus pares brasileras. A partir de esa conversación, surgió el acuerdo de que en una situación de secuestro se haría lo posible para que en Brasil se tuviera conocimiento y los periodistas pudieran informar obligándolos a transitar los caminos legales de la deportación.

En Brasil existían ciertas condiciones para organizar una denuncia. Entonces, lo fundamental era hacer saber los hechos, y dentro de mi plan, que no era muy preciso, éste era el principal objetivo: crear condiciones para que se supiera que habíamos sido secuestrados. Por eso quería que me llevaran de nuevo a Brasil y que en esos cinco días se armaran de tal manera las cosas que, el viernes, en vez de mis compañeros, llegaran a mi casa los periodistas.

Pero mis dudas eran enormes: ¿esto podrá resultar?, y si no resulta, ¿qué? Temía que alguien pudiera pensar que estaba colaborando, temía que algo no saliera bien.


¿Dudabas que no se fueran a cumplir los criterios?

No, pero todos podemos equivocarnos, ¿y si el compañero no desconfiaba al no recibir mis llamadas? Una cosa era pensarlo en general y otra era qué va a pasar de aquí al viernes, qué va a pasar conmigo de aquí al viernes. Sabía que podía utilizar los elementos políticos que tenía para entender la situación y aprovecharla, adecuarla a mi forma de ser, porque ya había experimentado que había cosas de las que no era capaz. Pero a la vez la situación era contradictoria y confusa, angustiante. Paso a paso se abrían abismos.

Cuando les digo que el viernes espero gente en casa, el Cap. Ferro consulta, vuelve, y me dice que nos vamos a Brasil. "Pero con mis hijos" digo yo, y me contesta "Eso no es posible. Sería una complicación más". Los iban a usar como presión psicológica contra mí, teniéndolos como rehenes. Esta conciencia me dio una racional sangre fría: estoy jugada a esto y tiene que salir, vamos a seguir hasta el final. Tenía la seguridad de que, a pesar de todo, podía hacer algo que los jodiera y que eso tenía, además de un contenido político, también un valor personal: un desafío para defender lo nuestro, lo mío.

El momento de la despedida con Camilo y Francesca lo viví muchas veces; hasta el día de hoy no puedo pensarlo sin morirme un poco. Les digo que no se preocupen, que todo va a salir bien, que me llevan a Brasil pero pronto volveremos a vernos, y le pido a Camilo que no se separe de la hermana y la cuide.


¿Qué pensabas que iba a pasar con ellos?

Me habían dicho que los llevaban a Montevideo. En ese momento tenía una enorme confianza y viví la separación como algo necesario. Me sentí luchando para que no les pasara nada. Volvía a adquirir iniciativa y eso era como revivir.

Antes de emprender camino hacia Porto Alegre de nuevo, dije que quería ver a Yano, cerciorarme de que estaba bien. Me permitieron verlo pero de lejos: lo tenían de plantón.

Cuando me iba, Francesca lloraba y me llamaba, y Camilo me miraba de una manera tan honda que me hería.

Las dos imágenes persiguieron mis noches por dos largos meses, hasta que supe que estaban a salvo. Sin embargo, cada tanto volverían: las cosas se superan pero no se olvidan

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