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ORGANIZADO POR: Red Uruguaya de Autonomías y Cotidiano Mujer

Ciudadanía, derechos y paridad


Marta Lamas


Si hay un tema cuya relevancia política ha ido en aumento a lo largo de la vida de nuestras sociedades latinoamericanas es el de la ciudadanía. La forma cómo se viven la ley y los derechos formales en la práctica cotidiana es la ciudadanía realmente existente. ¿Están las mujeres en las mismas condiciones que los hombres para ejercer sus derechos ciudadanos?, ¿hay la misma práctica de autodeterminación entre las mujeres que entre los hombres? En América Latina todavía no, por dos razones interconectadas. La primera tiene que ver con la diferencia sexual y el distinto impacto que tiene en el cuerpo el proceso reproductivo. La segunda, con los efectos de la violencia simbólica, aquella que se ejerce con el consentimiento de las víctimas. Por ambas razones hay muchísimas mujeres latinoamericanas a las que se las limita o que se autolimitan en el ejercicio de sus derechos.

Si la diferencia sexual dificulta o confiere posibilidad de ejercer ciudadanía en forma dispar a hombres y mujeres, hay que reflexionar, debatir y hablar sobre la diferencia sexual mucho más de lo que se está haciendo actualmente. Hoy que muchos países de la región avanzan en su azaroso proceso de transición a la democracia, no deja de sorprender la ausencia de reflexiones y debates públicos que vinculen el tema de la transición a la democracia a la condición de las mujeres..

En pleno siglo XXI las mujeres siguen subrepresentadas en la política y sus necesidades, deseos e intereses no están en las agendas de la mayoría de los partidos políticos. En la actualidad, a pesar de los espacios ganados y de las indudables excepciones, el mundo de la política sigue siendo básicamente masculino. El gran conflicto de género en las democracias es el desequilibrio de poder entre mujeres y hombres. El poder está mal repartido: las mujeres monopolizan el poder en el ámbito privado, mientras que los hombres lo monopolizan en lo público. Esto produce, a su vez, problemas de distinto orden, que no tengo tiempo de tratar hoy aquí, pero que inciden en la aspiración igualitaria de la democracia.

Para que el concepto de ciudadanía alcance su sentido igualitario, o sea que las personas, con indiferencia de su sexo, participen como iguales --que no idénticos -- en la toma de decisiones políticas sobre sus vidas es imperativo pensar seriamente en la diferencia sexual y en el género. Concebir de manera neutral la ciudadanía, sin especificar la experiencia de vida sexualmente diferenciada y marcada por las prescripciones del género, esconde la desigualdad de poder, desigualdad política básica, que existe entre mujeres y hombres.
¿Cómo tomar en consideración el cuerpo, cómo hablar de diferencia sexual, como valorar la fuerza cultural del género? ¡Vaya dilema! Mujeres y hombres somos iguales en tanto seres humanos y diferentes en tanto sexos. Ni podemos negar la diferencia sexual, ni podemos renunciar a la igualdad, al menos mientras se refiera a los principios y valores democráticos. Tenemos, pues, que aprender a pensar políticamente de otra manera sobre la igualdad y la diferencia.

Al decir que mujeres y hombres somos distintos en tanto sexos, pero iguales en tanto seres humanos se cobra conciencia que la diferencia entre los sexos no supone una condición "ontológica", como si existiera una verdad absoluta de la mujer, opuesta a la del hombre. Los únicos dos ámbitos donde verdaderamente hay una experiencia diferente de las mujeres y los hombres son el de la sexualidad y el de la procreación. Y aunque éstos son ámbitos centrales de la vida, no constituyen la "totalidad" de un ser humano, por ello no pueden ser considerados el fundamento de formas de ciudadanía radicalmente diferentes para ambos sexos.
Las confusiones sobre el alcance que tiene la diferencia entre los sexos expresan la dificultad para reconocer que el lugar de las mujeres y de los hombres en la vida social humana no es un producto de lo que son biológicamente sino del significado que sus actividades adquieren a través de interacciones sociales concretas. En la vida social humana la diferencia entre los sexos, más que una causa de la desigualdad, es una excusa. Es común hablar de la mujer y del hombre como dos entidades existentes por sí mismas, y dejar de lado que su existencia depende de formaciones sociales, procesos de estructuración psíquica y tradiciones culturales.

El problema de la igualdad entre los sexos es el problema de la desigualdad de las mujeres en relación con los hombres. A simple vista se ve que hay una imposibilidad biológica para alcanzar la similitud, y que mujeres y hombres jamás podremos ser iguales: nuestros procesos sexuales y reproductivos son totalmente distintos. Pero ser iguales no equivale a ser idénticos.

La igualdad, en la teoría política contemporánea, significa ignorar ciertas diferencias entre los individuos para un propósito particular; implica establecer un acuerdo social para considerar a personas obviamente diferentes como equivalentes (no idénticas) para un propósito dado. Por lo tanto, la noción política de igualdad incluye, y de hecho depende de, un reconocimiento de la existencia de la diferencia. Los ciudadanos entre sí son muy diferentes, aunque sean "iguales" a la hora de votar. ¿Cómo distinguir en qué momentos se debe exigir igualdad y en cuáles respeto a la diferencia? Un caso es el de la maternidad. Joan W. Scott (1992), una historiadora norteamericana, señala que hay circunstancias en las cuales tiene sentido para las madres pedir consideración por su papel, y contextos donde la maternidad es irrelevante en la conducta de las mujeres; por eso no sirve ni afirmar que ser mujer es ser madre, ni tampoco es útil no ver o negar la maternidad de muchas mujeres. Generalizar sobre La Mujer sólo oculta las diferencias entre las mujeres. Hay que hablar no sólo de muchas formas de ser mujer y muchas de ser hombre, sino de qué implica la diferencia sexual en los distintos momentos de sus vidas.
El dominio histórico de los hombres sobre las mujeres se ha dado por el control sobre la sexualidad femenina y sobre el proceso de procreación. Todavía hoy las mujeres no tienen el control total sobre sus cuerpos. Esta situación se modifica de acuerdo a las condiciones de existencia: las mujeres viven diferencialmente su vulnerabilidad en relación directa a sus circunstancias educativas y socioeconómicas. Pero mientras las mujeres no tengan el control sobre los procesos de sus cuerpos no habrá igualdad social posible con los hombres.
Necesitamos construir una democracia que reconozca la diversidad al mismo tiempo que garantice la igualdad. El riesgo de ignorar las dimensiones políticas del debate igualdad versus diferencia, especialmente en un período de resurgimiento conservador como el actual, es muy grande. Martha Minow (1984) hace un señalamiento clave al hablar del "dilema de la diferencia". Ignorar la diferencia en el caso de los grupos subordinados, señala Minow, "deja en su lugar una neutralidad defectuosa", pero centrarse en la diferencia acentuar el estigma de la desviación. "Tanto centrarse como ignorar la diferencia corren el riesgo de recrearla. Este es el dilema de la diferencia". Por eso necesitamos nuevas formas de pensar sobre la diferencia, y esto implica rechazar la idea de que la mancuerna igualdad versus diferencia es una oposición. En vez de atenernos al discurso político existente, debemos someterlo a un examen crítico y entender cómo funcionan los conceptos que construyen y delimitan significados específicos. Según Joan Scott (1992), hay que comprender que el debate no se da alrededor de igualdad versus diferencia, sino alrededor de la relevancia de las ideas generales sobre la diferencia sexual en un contexto específico. ¿Cómo le hacemos para reconocer la diferencia sexual, y al mismo tiempo argumentar a favor de la igualdad?

Una manera ha sido con acciones afirmativas. Sin embargo, ¿se vale instalar una ciudadanía igualitaria, con acciones afirmativas, que son una forma de discriminación? Las feministas hemos dicho hasta el cansancio que cuerpo de mujer no garantiza pensamiento feminista, sin embargo, también hemos luchado por cuotas. Esta aparente contradicción tiene su explicación en el argumento de la masa crítica: una minoría necesita un número sustantivo --una masa crítica-para ser visualizada y hacer valer sus cuestionamientos. Así, la paradoja es que aunque lo que determina la acción política es lo que hay en la cabeza, si solamente hay cabezas de hombres es casi seguro que ciertos temas no aparezcan. Por eso es que hay necesidad de que entren muchas más mujeres.

Pero ¿sirve verdaderamente tener a unas pocas mujeres en altos puestos si no modifican, desde esos puestos, la visión política sobre lo "propio" de los hombres y lo "propio" de las mujeres? ¿Puede un porcentaje de diputadas comprometido a hacer una política feminista moderna, transformar los significados de lo masculino y lo femenino? Aunque una redistribución equitativa de poder entre los sexos implica mucho más que un ingreso numérico de las mujeres a puestos políticos. Sin embargo, el número es fundamental. Si bien la cantidad no garantiza el salto a la calidad, un grupo numeroso de mujeres, aunque todavía sea una minoría, puede constituir una "masa crítica" importante, porque si las mujeres son pocas y están aisladas es más difícil que tengan la fuerza y la posibilidad de ponerse en relación entre sí y de apoyarse.

Pese a que tener cuerpo de mujer no garantiza un pensamiento de mujer ni un compromiso con las mujeres, es crucial que haya más mujeres en puestos de decisión política. La facilidad con que en México las diputadas de todos los partidos lograron ponerse de acuerdo en el tema de la violencia sexual, a pesar de las burlas y la resistencia de sus compañeros, tuvo que ver no sólo con que eran mujeres, sino con que había esa masa crítica. Se requiere un número sustantivo de presencia femenina en las instituciones políticas que les permita a las mujeres generar una situación de fuerza y unión. Por eso un paso que los partidos socialdemócratas, socialistas y ambientalistas han tomado ha sido tratar de introducir más candidatas mujeres para corregir la discriminación numérica existente. Las cuotas empezaron siendo de un 30% de mujeres, pero hoy suelen ser, en promedio, de un 40% de mujeres, otro 40% de hombres y el restante 20% de las personas más aptas.

A pesar de sus limitaciones, las cuotas parecen constituir el mecanismo más efectivo para aminorar la brutal desventaja en que se encuentran las mujeres, y para acelerar el tiempo que tomará la equiparación igualitaria entre mujeres y hombres. Si algo es evidente es que el trato igualitario a desiguales no genera por sí solo igualdad. El diferente papel que varones y mujeres tienen en la familia y las consecuencias de esto en el ciclo de vida dificultan la igualdad social, económica y política. En muchos países se pensó que la educación igualitaria, junto con ciertas medidas jurídicas que reglamentaran la igualdad social, lograrían erosionar la desigualdad entre mujeres y hombres. Sin embargo, después de haber constatado una y otra vez el poco alcance de estas políticas la mayoría de los países ha reconocido que la situación es más compleja de lo que se pensaba y que las medidas tendientes a lograr igualdad social y laboral no significan nada si al mismo tiempo no se reforma la vida familiar y no se establecen condiciones de ventaja para las mujeres.
Todos los países que han revisado el funcionamiento de las leyes de igualdad entre los sexos han tenido que reconocer que una sociedad desigual tiende a repetir la desigualdad en todas sus instituciones, por más que consagre constitucional y legalmente la igualdad. No basta con declarar la igualdad de trato puesto que no existe la igualdad de oportunidades en la realidad. Ya en 1983 el gobierno noruego dijo: "No es posible conseguir la igualdad entre el estatuto social del hombre y el de la mujer solamente prohibiendo los tratos discriminatorios. Si se quiere corregir la diferencia que hoy existe es necesario proporcionar ventajas en determinados campos a las mujeres". Ese mecanismo se llama acción afirmativa o acción positiva. Naciones Unidas dice que la adopción de medidas especiales, de carácter temporal, encaminadas a acelerar la igualdad de hecho entre el hombre y la mujer, nunca podrán considerarse como un acto discriminatorio respecto al hombre.

En pocas partes de América Latina se ha dado una discusión seria sobre las cuotas ni sobre la acción afirmativa. En cambio en Europa hoy se debate una vía distinta, más radical, para acabar con el monopolio masculino en la política: la paridad. Paridad quiere decir mitad mujeres y mitad hombres. ¿Es posible pensar lo impensable? Cuando hace diez años, en 1996, un grupo de políticas francesas exigieron la paridad para establecer la igualdad efectiva entre los hombres y mujeres en los órganos de decisión, se suscitó un escándalo político en Francia. El ideal de paridad, como exigencia de las mujeres para compartir el poder político con los hombres, tambaleó el tranquilo consenso que existía sobre las cuotas. Con porcentajes que variaban del 30% al 40%, las naciones europeas ya obligaban a los partidos a llevar un número forzoso de mujeres en sus listas. Sin embargo, la proporción de parlamentarias era bajísima: el promedio para toda Europa era de un 14.5%. Claro que si vemos a los países nórdicos por separado, el número sube casi a un 40%. Pero en el resto de Europa la presencia de las mujeres en los gobiernos no sobrepasaba el 10%, con una tendencia clara: las mujeres ocupaban las carteras de Salud, Medioambiente, Asuntos Sociales, Cultura o el Ministerio de la Mujer.

En Francia, las mujeres políticas estaban hartas del desequilibrio cuantitativo: en el momento que se exigió paridad había 5.5% en la Cámara de Diputados y 5.6% en la de Senadores. Cuatro años después, en enero del 2000, la Asamblea Nacional francesa aprobó un proyecto de ley destinado a instituir la paridad al 50% entre mujeres y hombres en las listas electorales, bajo pena de reducción en la subvención al partido que no lo acatare. Justamente porque estaban hartas de quejarse de que el gobierno y el poder político no representaban a las mujeres, y convencidas de hay que lograr que la vida política sea como la condición humana, o sea, verdaderamente mixta, las francesas dieron un salto ambicioso y exigieron paridad. Para acabar con el monopolio masculino en la política, y repartir verdaderamente el poder entre mujeres y hombres, sólo había un camino: paridad 50/50. Pretender corregir por ley una desigualdad histórica acarreó debates acalorados y duros. Curiosamente, ante la exigencia de paridad, un grupo de feministas francesas puso el grito en el cielo: había que mantenerse a distancia del poder y, en todo caso, no alcanzarlo vía estos mecanismos igualatorios, sino con el mérito propio. El debate público fue apasionante. La mujer del primer ministro Jospin, una reconocida filósofa, Sylviane Agacinski (1998), se sumó a la batalla con un alegato a favor de la paridad que desactivaba posibles malinterpretaciones.

Agacinski partía de la distancia entre la ley y la realidad del hecho político, para señalar que la paridad entraña dos ideas en una: un nuevo concepto de la diferencia de sexos y una nueva concepción de la democracia. La demanda de paridad, que no se ampara en una supuesta "neutralidad", reconoce la diferencia entre los sexos sin jerarquizarlos, y plantea que la responsabilidad pública atañe igualmente a mujeres que a hombres. Ser mujer constituye una de las dos maneras de ser humano. Aunque las mujeres no son una esencia distinta a la del hombre, sí constituyen una categoría cultural e histórica distinta, por su tradicional exclusión del poder. Por ello, en tanto que mujeres, requieren una inclusión deliberada en el ámbito de la política.

Cuando Francia se aventuró a poner en marcha este mecanismo para lograrlo, no se hicieron esperar los reclamos de que no había suficientes mujeres para cubrir la paridad de las listas. Pero estos rezongos fueron una variante mucho más agradable que el anterior rechazo de las mujeres. Instalar paridad no es fácil de ninguna manera, pero es de suponerse que en poco tiempo esta "prueba piloto" se generalizará a otros países de Europa, y las cuotas quedarán atrás, como marcas tímidas de un pasado remoto. Desde el punto de vista de la paridad, la proporción de mujeres y hombres debería reflejar esa doble manera de ser humano en la representación política. Aceptar la paridad conduce a una más exacta representatividad de la nación. Pero la representación paritaria de las mujeres no quiere decir que ellas van a ser las portavoces de las mujeres: esto llevaría a un fraccionamiento categorial absurdo. La paridad significa que las asambleas, los parlamentos, deben representar cabalmente la mixitud básica humana. Somos una especie mixta, una sociedad mixta, por lo tanto el conjunto de órganos del poder deben también ser mixtos. Aunque la idea de paridad contiene una exigencia de reparto de las posiciones para ejercer el poder público, hoy por hoy las francesas sólo han conquistado la paridad de candidatos, que se aplica a las formaciones de las listas.

Multitud de personas en todo el mundo desean que el poder político esté mejor repartido entre hombres y mujeres.¿Por qué no empezar a hablar de paridad en América Latina, al mismo tiempo que defendemos las conquistas que ya se han ganado? Esto no sólo es importante por una razón poética --los sueños, cuánto más guajiros, más atractivos-- sino también porque si colocamos a la paridad entre las figuras de lo pensable, pronto se convertirá en una exigencia de lo deseable: compartir la política tal como es la vida: mitad hombres y mitad mujeres.

Alcanzar esa doble manera de ser humano en la representación política conduciría a una real representación. Lo que cuesta comprender es que en la representación paritaria las mujeres ya no van a ser las exclusivas portavoces de las demandas femeninas. Hoy en día cualquier legislador hombre negaría que él representa sólo los intereses masculinos. Sin embargo, la proporción mayoritaria de hombres vuelve un hecho la ausencia de los intereses femeninos. El objetivo de la paridad es garantizar una proporcionalidad entre hombres y mujeres en los espacios donde verdaderamente son tomadas las decisiones políticas: el gobierno y el parlamento. Con la paridad mujeres y hombres deberán tratar en conjunto todos los temas que afectan a la sociedad. Si no se quiere que un sexo tenga poder sobre el otro, ambos deberían compartir equitativamente los distintos poderes públicos y privados.

Por eso introducir una nueva forma de entender la diferencia sexual -reconociendo que para ciertas cuestiones es distinto ser mujer que ser hombre, y, al mismo tiempo, relativizando ese hecho- se vuelve una tarea democrática impostergable. O sea, en determinados momentos cuenta el sexo y en otros momentos da lo mismo. Aceptarnos como iguales seres humanos y sexos diferentes es imprescindible para desechar ideas atrasadas y discriminadoras. Una anécdota histórica que me gusta relatar es la de cuando Jeanne Deroin presentó su candidatura a un escaño de la Asamblea Legislativa. Esto ocurrió en 1849, en Francia, bajo la Constitución de la Segunda República, cuando las mujeres no tenían derecho a votar ni a presentarse como candidatas aún cuando el sufragio universal masculino había sido consagrado. El socialista Pierre-Joseph Proudhon atacó la candidatura de Jeanne Deroin utilizando lo que para él debía ser la lógica irrefutable del cuerpo: una mujer legisladora tenía tan poco sentido como un hombre nodriza. Jeanne Deroin le respondió con agudeza que aceptaría su argumento si Proudhon le decía cuál era el órgano necesario para ejercer las funciones de legislador. Prodhuon calló unos minutos y luego rezongó que obviamente no era ningún órgano sexual sino que era el cerebro. No hay que confundir en qué momentos verdaderamente cuenta el sexo y en cuáles lo que pesan son las ideas de lo "propio" de las mujeres (el género).

La aspiración democrática de igualdad política entre mujeres y hombres exige un buen número de transformaciones, que implican reinventar la convivencia democrática, pero todas ellas requieren que exista el marco necesario para la pluralidad: el Estado laico. El debate sobre el laicismo me remite a algo fundamental: la dignidad humana exige que se respete por igual la conciencia y la libertad de toda persona. Eso significa, llanamente, que nadie puede decidir por otra persona, ni imponerle sus convicciones. Para que la libertad realmente se pueda ejercer se requieren tres elementos: que haya respeto por la libertad ajena, que no haya dominio improcedente (o sea que ni el gobierno ni la sociedad, ni las Iglesias se inmiscuyan arbitrariamente en la vida y las decisiones del ciudadanos) y que la ley sea soberana. Una verdadera convivencia pacífica dentro el pluralismo requiere contar con un Estado laico, que garantice un régimen de tolerancia, bajo el imperio de la ley y la razón. La separación Estado/Iglesia es sana: permite que las personas crean en lo que quieran creer, y que se reúnan libremente con otros que creen lo mismo, sin caer en confusiones como querer imponer a toda la sociedad dichas creencias.

A lo largo de la historia los seres humanos hemos aspirado a lograr un orden en nuestras relaciones. Las leyes que rigen la convivencia son la concreción de esa aspiración, pero cuando la sociedad cambia y las leyes no reflejan esas transformaciones, el orden social entra en conflicto. Por eso resulta fundamental para la vida democrática reconocer que las acciones de los ciudadanos van ampliando y transformando los márgenes de lo que se considera aceptable o moral. El contrato social, con sus reglas y leyes, se establece entre personas terrenales, y no con poderes supraterrestres. Por eso una verdadera convivencia respetuosa dentro el pluralismo requiere contar con un Estado laico. Ahora bien, en América Latina no vemos que el Estado desarrolle amplias campañas de educación sexual, incluido el uso del condón o de la anticoncepción de emergencia; tampoco se ve que las mujeres tengan acceso a un aborto legal, que los adolescentes cuenten con programas de atención a su salud sexual o que las personas homosexuales vivir legalmente juntas y proteger jurídicamente a su pareja. ¿Por qué? Porque los jerarcas de la Iglesia católica siguen obstaculizando las políticas públicas relativas a la sexualidad y la reproducción. Y esto afecta, en primer lugar, a las mujeres.

Ante este panorama, ¿qué hacer? ¿Cuáles son las acciones que van a propiciar que se alcancen estos derechos que remiten a cuestiones centrales de la noción moderna de ciudadanía, tales como la autonomía personal, la no-intervención del Estado en la vida privada y la libertad de conciencia? Para defender el derecho ciudadano a decidir y a interactuar de manera civilizada y tolerante, se requiere compartir una "cultura política común". En sociedades diversas como la nuestra, la cultura democrática, con todas sus fallas y vulnerabilidades conocidas, es lo más accesible para ese modelo. Ahora bien, el proyecto democrático, por sí solo, no genera las condiciones para que exista libertad, especialmente en lo relativo a la sexualidad y la reproducción. Impulsar el derecho a decidir en materia de libertades individuales necesita debate público y mucha participación ciudadana. Sólo una ciudadanía bien informada de sus derechos y respetuosa de los derechos de los demás logrará convivir de manera civilizada y pacífica, a pesar de su diversidad política, religiosa y cultural. En América Latina no hay tradición de discutir públicamente los contenidos específicos de la agenda de gobierno, por lo cual el único mecanismo a través del cual se establecen las prioridades gubernamentales es la protesta ciudadana. Sólo una sociedad verdaderamente movilizada hará posible que se instaure un tratamiento jurídico respetuoso y socialmente igualitario en relación a la diferencia sexual.

A pesar de los espacios ganados, de los cambios y las aperturas, la estructura del poder sexista (el que discrimina en función del sexo) todavía no se modifica. Siguen vigentes el poder político patriarcal, la división sexual del trabajo y la doble moral. En muchos ámbitos el mundo de los hombres y el mundo de las mujeres son como dos paralelas. La integración femenina al mundo "masculino" -- al trabajo asalariado y a la política -- hace las veces de concesión, sin que esto genere un desplazamiento de los varones al mundo "femenino". No hay una verdadera transformación de los valores, ni propuestas políticas que apunten a transformaciones reales de las relaciones hombre/mujer.

Ante tal panorama las mujeres comprueban que las organizaciones políticas existentes no ofrecen respuestas a su problemática. Tiene, por lo tanto, que construir sus propias alternativas para participar activamente si quieren conseguir cambios. La política feminista enfrenta una gran contradicción: como las formas modernas de la política y del Estado han sido construidas sobre un dominio de un sexo sobre otro, las mujeres, de entrada, deben mejorar su posición en el orden social y político que las excluye, al tiempo que pretenden derribar ese orden para construir un orden nuevo. Esta contradicción no se resuelve y hay que aceptarla. Por eso las feministas italianas recomiendan asumir esta ambivalencia y "mantener unidas la participación y la extrañeza respecto de la política" (Boccia, 1990), es decir, luchar por tener presencia y seguir cuestionando esa presencia; participar, pero haciendo plenamente visible la posición de "excentricidad, de no inscripción en el orden político".

¿Cómo crear nuevas opciones? Un paso previo es acabar con la autocomplacencia del discurso de las víctimas y repensar la contradicción entre trabajo y reproducción (entendida ésta en su sentido más amplio), para desde ahí desarrollar propuestas para aquellas mujeres que quedan fuera de las propuestas políticas tradicionales: madres, amas de casa, empleadas domésticas y trabajadoras sexuales. No existe una unidad natural de las mujeres: la unidad tiene que ser construida políticamente, y eso significa construir una política de alianzas El pacto político entre las mujeres, como forma de legitimación y responsabilidad política, es un mecanismo democrático que tiende al objetivo de afectar las políticas públicas y abrir nuevos espacios.

En términos teóricos se comparte con mucho hombres una visión utópica que aspira a la democracia, la justicia social, la paz y la preservación del ambiente, pero estas aspiraciones no pasan de declaraciones. No hay crítica a la práctica política ni se discuten las revisiones que el feminismo ha planteado en otros países al poder, a la ciencia, a la subjetividad y al lenguaje. Falta reflexión sobre lo que significa el mantenimiento de un orden cultural o simbólico masculino y de su sistema binario de género. Además, al no tener una base social amplia ni contar tampoco con un verdadero liderazgo político, el movimiento no influye ante los varios interrogantes que surgen sobre aspectos concretos de la relación entre ética y política.

Ahora bien, para que el feminismo se vuelva una fuerza política susceptible de alterar la balanza del poder político institucional, es preciso generar formas de organización política capaces de crear procesos de unificación y lograr objetivos para el conjunto de la sociedad y no tan sólo para las mujeres. Hoy, nuestra posibilidad de una política distinta, una política feminista, radica en aprovechar todas las ocasiones que la vida diaria nos presenta para ampliar los márgenes vitales de la acción política controlada, estatal o partidaria, ciega a la diferencia sexual y a la relación de poder entre los diferentes. Esto supone pequeños pasos que vayan cambiando la realidad, pasos que requieren de la voluntad sostenida de integrar los fragmentos de nuestra vida cotidiana y desde ahí recomponer una vida comunitaria.
Por ello, para desarrollar las perspectivas políticas del feminismo no se debe pensar en las mujeres sino interrogarse, como Chantal Mouffe (1993), sobre "¿cómo se vuelve la diferencia sexual una distinción pertinente en las relaciones sociales?" y "¿cómo se construyen las relaciones de subordinación a través de esa distinción?". Hoy vivimos una paradoja: los problemas derivados de la diferencia biológica persisten y cobran importancia en un momento en que las vidas de hombres y mujeres se están igualando en otros terrenos. Ahora que mujeres y hombres atraviesan límites en diferentes ámbitos laborales, políticos, culturales, y que la ciencia y la tecnología han tenido un desarrollo espectacular, la diferencia en lo relativo a la sexualidad y a la reproducción se quiere presentar como algo irreductible, que explica la desigualdad sociopolítica.

En América Latina, las feministas comprometidas en la construcción de un proyecto alternativo para toda la sociedad identificamos los principios políticos de una democracia moderna pluralista (el acceso unánime a la libertad y la igualdad) en la lucha por el derecho sobre el propio cuerpo. Esta lucha no es sustitutiva de otras ni constituye la exclusiva vía para enfrentar las múltiples formas de subordinación y explotación en nuestros países. Pensamos que, para ir conformando una política ciudadana de oposición al proyecto neoliberal, la lucha por los derechos reproductivos representa un amplio paraguas bajo el cual incorporar a la lucha por la democracia a una población que resiente las carencias y arbitrariedades generadas por la desigualdad clasista. Sólo que, además de funcionar como elemento articulador, vinculando a diferentes grupos y personas, la defensa de los derechos reproductivos serviría sobre todo para establecer un conjunto de valores ético-políticos para enfrentar el avance de la reacción, el fascismo y el fundamentalismo religioso.


Bibliografía:


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