Cotidiano Mujer Nº39
Año 2003

Alejandra Sardá

Mi presentación constará de tres partes1. La primera intentará trazar un recorrido sobre cómo se fue articulando el discurso de los derechos humanos en los movimientos lésbico-gay-bisexuales y transgénero (LGBT) en América Latina. La segunda hará un breve análisis de cómo ese discurso está estructurándose hoy y cómo se utiliza, para superar la discriminación y la exclusión. Y la tercera intentará plantear algunas preguntas y algunos problemas que este enfoque genera. 

Los movimientos LGBT (en aquel entonces, apenas “gays” u “homosexuales”, aunque las mujeres tuvimos desde el comienzo participación muy destacada en ellos) comenzaron a surgir en la región a fines de los años 60 y comienzos de los 70 en algunos países (Brasil, México, Argentina). No se plantearon como “movimientos de derechos humanos” sino, muy acorde con el espíritu de la época, como “movimientos de liberación”. “Movimientos de liberación homosexual” que decían, por ejemplo “no hay libertad política si no hay libertad sexual” (en México) o “la liberación homosexual consiste en liberar al homosexual que hay dentro de cada uno de ustedes” (en Argentina). Lo que estos movimientos querían era, por encima de todo, poder ser. Que el Estado, la Iglesia, la medicina, la psiquiatría y la familia dejaran de perseguirlos, de encerrarlos, de asesinarlos en el cuerpo y en el deseo. En casi todos los casos, se unieron a los “movimientos de liberación femenina” que tenían un discurso parecido. Hicieron juntos campañas que también apuntaban a que el Estado dejara de ejercer el control sobre los cuerpos: campañas por la despenalización del aborto, por el acceso a los anticonceptivos. 

El de las mujeres fue el único movimiento social que en esos años aceptó como aliados a “los homosexuales”. Las izquierdas mantenían una distancia digna de quienes tratan con leprosos durante las marchas o actos públicos -salvo algunos partidos trotkistas y los grupos anarquistas. Los sindicatos mostraban su “garra varonil” apedreando “putos” en las manifestaciones. Y la guerrilla entonaba cánticos como “No somos putos, no somos faloperos, somos soldados de FAR y Montoneros” (en Argentina). Como siempre, la única que tenía muy claro de qué se trataba era la derecha. Las listas de elementos antisociales a eliminar siempre incluyeron a guerrilleros/as, activistas de izquierda, sindicalistas, feministas, curas y monjas de la subversión, artistas todos/as… y “homosexuales”. En aquellos años no se reclamaban derechos, sino libertades. Y ni siquiera “libertades civiles” sino más bien poéticas: la libertad de amar, la libertad de no ser hombre ni ser mujer, la libertad de bailar en la calle, la libertad de probar todas las variantes del sexo y no quedarse detenida/o en ninguna. A nadie se le hubiera ocurrido, por ejemplo, reivindicar el derecho a formar una familia, cuando de lo que se trataba era de terminar con la familia nuclear y con la pareja monogámica. Vivir en comunidad, en tríos, en parejas abiertas, elegir no ser madre y elegir no ser padre, eran aspectos fundacionales y fundamentales de los movimientos de liberación “homosexual” de los 70s. 

Después llegaron las dictaduras, los planes de seguridad nacional y regional, los exilios, las muertes -ahora sí- de cuerpo y de deseo. En esos años, decir “derechos humanos” era decir resistencia, dignidad, valentía, pañuelos blancos. En la década de los 80, pocas palabras gozaron de mayor respeto y de mayor fortaleza que esas en casi todos los países de la región. Cuando los grupos de lesbianas y homosexuales comenzamos a presentar nuestra lucha como una lucha de “derechos humanos” lo hicimos sabiendo que estábamos apelando a un talismán venerado, al salvoconducto que nos llevaría rápidamente de los ríspidos terrenos de la psiquiatría y el pecado, a las altas cumbres de los valores humanos y la solidaridad. También cabe señalar aquí que, a diferencia de las izquierdas tradicionales, los familiares de desaparecidos que en nuestros países constituyeron el núcleo más sólido de los movimientos de derechos humanos nunca esquivaron el contacto con las lesbianas y homosexuales que acompañamos sus luchas. Por el contrario, siempre nos recibieron con dignidad y cuando les pedimos que caminaran a nuestro lado, lo hicieron sin temor y sin repugnancia alguna. Esas dos razones -el significado positivo del concepto de “derechos humanos” en las sociedades de los 80 y la solidaridad de los familiares de desaparecidos- podrían explicar, en parte, el giro que darán los movimientos de lesbianas y homosexuales en los 80. 

El lenguaje de los derechos 

Muchas veces sucede que los pueblos que han padecido el imperio de la fuerza, de las dictaduras en sus diversas formas, caen luego en una hipnosis fascinada con la ley y la democracia. La década de los 80 fue el tiempo de ese sueño. Democracia, derechos humanos, la ley como promesa de igualdad, de acceso de todas y todos a una vida digna. Cuando los grupos de lesbianas y homosexuales comienzan a reorganizarse, o empiezan a hacerlo, en los 80, es en el marco de esa mística. Y esa es la tercer razón que se me ocurre para explicar por qué rápidamente adoptamos el lenguaje de los derechos. Ya no se trata de libertades, sino de igualdades. “Somos iguales a todos los demás, tenemos los mismos derechos”, es el nuevo eslogan. Si somos iguales, no puede negársenos el ejercicio de ningún derecho simplemente porque seamos lesbianas u homosexuales (la bisexualidad todavía no había aparecido y de la transexualidad, que siempre lo complica todo, mejor no hablar por el momento). “No somos enfermos, no somos pecadores, somos personas”, decía un cartel en una marcha de ese tiempo. En los 80, las lesbianas y los homosexuales recorrimos el camino que ya habían transitado antes los pueblos indígenas, las personas negras y las mujeres: demostrar nuestra humanidad, que una vez reconocida nos hacía sujetas y sujetos de los mismos derechos que el resto de la especie.  

Y en eso estamos todavía, aunque con mucha más fuerza, con organizaciones en absolutamente todos los países de la región, con logros impresionantes en el plano jurídico -como la inclusión de la no discriminación por orientación sexual en la Constitución de Ecuador en 1997 y la ley federal antidiscriminatoria que también nos incluye firmada por el presidente de México la semana pasada- además de decenas de leyes municipales y cinco estaduales de esa misma clase en Brasil, tres en México y dos en Argentina. Algunos derechos se les reconocen a las parejas formadas por personas del mismo sexo en ciudades brasileñas como Sao Paulo, Río de Janeiro y Recife, y también en Buenos Aires, Argentina.

En los 90s y hoy, ya siglo XXI,  el discurso de los derechos humanos ha sido y es EL lenguaje por excelencia de los movimientos de lesbianas y homosexuales de la región, ampliados en muchos casos para incluir también a bisexuales, travestis y transexuales. La agenda de los movimientos incluye en casi todos los países leyes anti-discriminatorias y leyes de unión civil, como prioridades. En este momento hay grupos planteando ese tipo de propuestas (en diferentes niveles de desarrollo y probabilidades de éxito) en varios estados de México, Guatemala, El Salvador, Nicaragua, Costa Rica, Panamá, Venezuela, Colombia, Perú, Bolivia, Uruguay, varios estados de Brasil y en el nivel federal también, Argentina, Chile y Paraguay. En todos los casos, el lenguaje con el que se presentan las propuestas y se las defiende, es el lenguaje de los derechos humanos y de la ciudadanía, de la igualdad y la inclusión social. Y el lenguaje que se le opone, el de la derecha fundamentalmente religiosa (católica y evangélica) y sus aliados laicos es, todavía, un lenguaje pre-derechos, un lenguaje que apela a nuestra inhumanidad, aunque no lo diga directamente. Como en Colombia, por ejemplo, cuando se decía que la unión civil no debía aprobarse porque “los homosexuales” atentábamos contra la familia y propagábamos el SIDA. Nuestras derechas todavía recurren casi con exclusividad a los argumentos del tipo “ad hominem”: el problema es lo que somos, no lo que reclamamos. Por el mero hecho de ser lo que somos, no nos corresponde reclamar nada. Como lo dice muy sinceramente el presidente de Zimbabwe, Robert Mugabe, “no creo que los homosexuales tengan derecho alguno”. En algunos casos, particularmente en grupos de provincias (donde esta situación es más aguda) se busca también la derogación de la legislación represiva (fundamentalmente las leyes de nivel municipal que permiten los arrestos por “faltas a la moral” o “conducta escandalosa en público” que, dada su vaguedad, se aplican siempre de manera discriminatoria sobre los elementos más visibles y marginales del colectivo LGBT: travestis que ejercen el trabajo sexual en la calle, homosexuales “afeminados”, lesbianas "varoniles"). Para la mayoría de las organizaciones de las ciudades ese tema, tan marginal, no es de los prioritarios. Algunos otros temas “difíciles” como la legalización de las operaciones de cirugía genital, la posibilidad de cambiar legalmente el nombre y el sexo que figuran en los documentos, el acceso a la fertilización asistida y a la adopción, también esperan que soplen vientos mejores (con algunas notables excepciones, como las lesbianas uruguayas o las costarricenses que lucharon durante años para que las leyes de salud reproductiva de sus países no prohibieran el acceso de las mujeres solteras a la fertilización asistida en los hospitales públicos -en ambos casos, se llegó a un “stand by” que, en la práctica, sigue reservando el ejercicio de esa forma de maternidad a los matrimonios legalmente constituidos). 

Las puertas del “establishment” 

En los 90 sucedió también otro fenómeno interesante. Las organizaciones tradicionales de derechos humanos comenzaron a aceptarnos como sujetas y sujetos de derechos, casi siempre en su fase más trágica (es decir, como víctimas). Lamentablemente, fueron nuestros muertos y nuestras torturadas quienes nos abrieron las puertas del "establishment" de los derechos humanos. No sólo ellos y ellas, sino también las lesbianas y los homosexuales (y algunas pocas personas heteros) que durante años han batallado al interior de esas organizaciones para que se reconociera -una vez más- nuestra humanidad. En muchos casos, esas personas arriesgaron sus empleos y su credibilidad, pero por fin y sobre todo en estos últimos años, su lucha está dando resultados. En los 90 no sólo el "establishment" no-gubernamental sino también las Naciones Unidas se dieron por enteradas de que cuando un policía asesina a una travesti en una comisaría luego de torturarla, se aplican el Pacto Internacional sobre Derechos Civiles y Políticos así como la Convención contra la Tortura. Que cuando en un país rigen leyes de sodomía se está violando el principio de no discriminación, fundante de todos los tratados sobre derechos humanos que en el mundo han sido. Ustedes me perdonarán si el tono de estas líneas les resulta irónico. No lo es. Es valioso contar con esos reconocimientos y no importa cuánto hayan tardado, igualmente son bienvenidos. Es sólo que a veces una se cansa, y le cuesta comprender por qué a las mujeres, a los pueblos indígenas, a las personas negras, a las y los LGBTs nos ha llevado tanto tiempo demostrar nuestra humanidad (y peor todavía: por qué todavía necesitamos seguir haciéndolo), nada menos que en el ámbito de los derechos humanos donde se supone que rige el sencillo principio de “todos los derechos humanos para todos los seres humanos”  -y el mero hecho de nacer humana debería ser suficiente prueba de humanidad y por ende habilitante para el pleno ejercicio de todos los derechos humanos. A comienzos del siglo XXI, los movimientos LGBT en la región aparecemos sólidamente instalados en el discurso y la práctica de los derechos humanos. En la mayoría de los países, tenemos vínculos fluidos con las organizaciones locales, nacionales e internacionales de derechos humanos. Somos interlocutoras e interlocutores reconocidos por los movimientos más dinámicos de nuestra región, que en muchos casos han incorporado nuestras propuestas como propias (así sucede con los movimientos indígenas, los de personas negras, mujeres, en el Foro Social Mundial y en los foros temáticos como este). Nuestras reivindicaciones han llegado a Naciones Unidas y a los foros internacionales -tal vez no han logrado todavía pasar de la puerta de entrada, en la mayoría de los casos- pero seguimos tocando el timbre. El lenguaje de los derechos, de la ciudadanía, de la igualdad, nos constituye como personas y como colectivo social en un lugar de fuerza y de dignidad. Todo esto es de un valor inmenso, y es el fruto de décadas de esfuerzo y compromiso, de valentía y tenacidad, por parte de muchas mujeres, hombres y personas transgénero en las distintas partes de la región.  

¡Sin dejar a nadie fuera! 

Sin desmerecer ni desconocer en absoluto esos logros, me gustaría plantear algunas preguntas y algunos problemas, varios de los cuales ya están siendo encarados con mucha eficacia por algunas organizaciones y personas en la región. Me gustaría también, con estos comentarios finales, provocarlas y provocarlos para que podamos luego intercambiar ideas, cuando se abra la discusión. 

En estos años, las reglas del juego han ido cambiando  -o se han hecho más evidentes. Y a veces pareciera que no nos damos cuenta. La realidad en la que nos movemos es muy compleja y, a mi juicio, necesitamos de una nueva pócima para responder a ella, una que combine elementos de los “movimientos de liberación” y del sueño legalista y democrático de los 80 y sus derechos humanos. ¿Cómo podemos, por ejemplo, seguir hablando de inclusión sin problematizar el término, cuando nuestros países están regidos por sistemas en los que la exclusión de la mayoría de la población (aquí sí, sin ninguna discriminación por orientación sexual) es estructural a su funcionamiento? ¿En qué soñamos que vamos a estar, por fin, el día que brille el arco iris de la no discriminación?  

En una sociedad que, me sospecho, ya no existe (y para la mayoría de las personas, nunca existió). Por ejemplo, luchamos porque se promulguen leyes anti-discriminatorias. Pero, ¿qué valor tiene una ley antidiscriminatoria ante un despido, bajo leyes de flexibilización laboral que instalan contratos temporarios pasibles de ser cancelados a voluntad del empleador, sin necesidad de explicitar la razón por la cual se los cancela? La solución no es abandonar la lucha por las leyes antidiscriminatorias. Esas leyes tienen un enorme valor simbólico -aunque más no sea-, encarnan el compromiso de una sociedad con el reconocimiento de la humanidad de todas y todos quienes la integran. Y sirven, en muchos casos. Pero ya no podemos hablar de leyes antidiscriminatorias sin hablar, por ejemplo, de los efectos que sobre ellas tienen la flexibilización laboral y muchos otros elementos constitutivos del modelo económico neoliberal. Luchamos por conseguir la unión civil, la igualdad para las parejas formadas por personas del mismo sexo, la posibilidad de legar nuestros bienes a nuestra pareja (si los tenemos, si antes de morir no tuvimos que venderlos para vivir porque nunca logramos acceder a una pensión, con tan pocos años de aportes patronales que nos hicieron), de acceder a la obra social de nuestra pareja o que ella/él accedan a la nuestra. A la obra social sindical, vaciada y desmantelada en el proceso de privatización de la salud - en el cada vez más improbable caso de que tengamos trabajo, y por ende obra social. No es lo mismo la unión civil en Dinamarca que en Bolivia. Y no podemos seguir abogando por estos derechos -que lo son, y legítimos- sin al mismo tiempo reflexionar de manera crítica en cómo le estamos pidiendo a nuestros estados que nos incluyan en prestaciones sociales de las que están excluyendo, cada vez más, a la mayoría de nuestras conciudadanas y conciu-dadanos. De nuevo, la solución no es abandonar el reclamo por el reconocimiento legal para nuestras uniones, sino continuarlo, pero contextualizado -en el análisis y en las acciones. 

Cuando planteamos nuestra lucha fundamentalmente en términos de derechos civiles y políticos, ¿a quiénes estamos dejando afuera? ¿No corremos el riesgo de, otra vez, ponerle a los “derechos LGBT” una cara masculina, blanca, de clase por lo menos media -muy parecida a la cara que durante años tuvieron los derechos humanos y que todavía tienen para más personas e instituciones de las que quisiéramos…? ¿Quiénes quedan afuera cuando dejamos los “temas difíciles” para mañana porque hoy no es el momento político adecuado, porque sólo le afectan a unas cuantas marginales, porque no se puede obtener todo de golpe, porque ….?  ¿Qué modelo de lesbiana o de homosexual (para esto, las otras y los otros no cuentan) estamos postulando cuando le damos prioridad a los temas que refuerzan nuestra homogeneidad (aunque la disfracemos de “igualdad”) con los sectores dominantes de nuestras sociedades? Queremos que no nos despidan de nuestros empleos, que nos dejen producir y ser exitosas/os en el mercado, vender y comprar en paz, acumular lo más que podamos y dejárselo a quien elijamos, sin que nuestra “pequeña diferencia” sea un obstáculo para todo eso. Queremos formar familias con dos papás o dos mamás, que nadie nos ponga mala cara por ello en el barrio, de nuevo legarle nuestros bienes a nuestros hijos, y poder asistir las dos o los dos a las ceremonias escolares. ¿Qué pasó con los aportes que, como movimientos de liberación, alguna vez quisimos hacer a nuestras sociedades? ¿Qué pasó con la crítica a la familia como institución, al modelo de consumo y producción? ¿O es que como nuestra prioridad es que nos quieran y vean que no somos peligrosas ya no podemos cuestionar esas cosas? ¿Será que nos interesa más promover las “familias alternativas” -que en muchos casos sólo se diferencian de las “tradicionales” por el sexo de la pareja parental/maternal- que la genuina diversidad de modelos de relación  y comunidad humana que incluye, pero no se limita a, la familia nuclear? ¿Será que nos interesa más crear núcleos  de lesbianas y homosexuales en las fuerzas armadas y en las policías, para terminar con la discriminación, que cuestionar la existencia misma de esas instituciones y los intereses a los que sirven en nuestras sociedades? ¿Es posible hacer ambas cosas a la vez: luchar por los derechos que no nos reconocen y embarcarnos en la construcción y la promoción de otras formas de vida entre personas, otros modelos económicos? 

Tres ejemplos, tres cambios 

Ahora sí, para terminar, me gustaría mencionar brevemente tres ejemplos de activismo LGBT y de logros del movimiento que, a mi juicio, apuntan en este sentido, tres copas en las que viene servida la nueva pócima a la que me refería más atrás. 

1 Desde hace ya un tiempo, organizaciones de lesbianas y gays de la región están integrándose a la campaña contra el ALCA que se desarrolla en nuestros países. Los documentos y los actos públicos producidos por quienes están trabajando este tema –en Ecuador, en Chile, en Argentina, en Brasil- enlazan de manera brillante el tema de la preferencia sexual y el de los derechos económicos y sociales en el contexto en que vivimos. En el Foro de las Américas, que se realizará en Quito en 2004, seguramente habrá oportunidad de ver y escuchar las críticas y las propuestas de estas y estos activistas. Quienes asistan, sugiero que no se lo pierdan. 

2 Tras escuchar durante años relatos y recibir documentación acerca de cómo se arresta y se extorsiona económicamente a las travestis en todos nuestros países, en base a ordenanzas municipales que prohíben “vestir las ropas del sexo opuesto” (y que sólo se les aplican a ellas, jamás a las mujeres que usamos pantalones, por ejemplo), el Relator Especial de la ONU para la Libertad de Expresión, Dr. Abid Hussein (que lamentablemente ya no está en su cargo), llegó a la conclusión en 2001 de que esos actos constituían una violación a la libertad de expresión. Esta idea de que la manera de vestirse, los gestos, la forma como una expresa su identidad de género, forma parte de las conductas humanas protegidas por la libertad de expresión, es un paso enorme en cuanto a ampliar el significado de los derechos fundamentales de tal manera que incluyan cada vez más aspectos de la realidad humana -y no en el sentido de la homogeneidad sino en el de la verdadera diversidad. Y el pronunciamiento del Dr. Hussein sirvió de referencia y apoyo para que se incluyeran “la apariencia, la vestimenta, los modales, la forma de expresar la preferencia sexual” como conductas protegidas en la ley antidiscriminatoria mexicana.  

3 En Buenos Aires, dada la emergencia económica, el gobierno de la ciudad distribuye cajas con alimentos a “familias” necesitadas, que para acceder a ellas deben anotarse en una ONG. Las organizaciones de travestis de la ciudad le plantearon al gobierno que la idea de que sólo “familias” podían acceder a esa prestación las dejaba afuera a ellas. Y son muchas las travestis mayores que ya no pueden ejercer el trabajo sexual y viven en la miseria, como son muchas las enfermas de SIDA. Tras largos cabildeos y debates, las travestis y sus aliadas consiguieron que la prestación se brindara a “personas en estado de necesidad”.  Se logró romper el esquema de pensamiento según el cual las personas sólo vivimos en “familias” y sólo somos reconocibles por la sociedad (y sujetas de derechos) en tanto integrantes de una “familia”.  

Este logro implica  -así como los otros dos ya mencionados- una conjunción muy prometedora de reconocimiento de derechos con cambio social profundo. Y por allí va, a mi juicio, el camino a recorrer por los movimientos de liberación y derechos humanos LGBT en lo que queda del milenio, que por suerte es mucho. 

1   Ponencia realizada en el Foro Social Mundial Temático. Cartagena, Colombia, 16 al 20 de Junio, 2003.