"Mi habitación, mi celda"
Lilián Celiberti
Lucy Garrido

SOY AMERICA,CRISTINA Y LAS VENTANAS
 

Cuando Camilo vino al país por dos meses (estaba viviendo con el padre en Italia) me sancionaron con 80 días de calabozo y me lo comunicaron durante su visita. Yo tenía miedo de que en cualquier momento me llevaran y no pudiera verlo más y le expliqué: "Bueno, mirá, tengo varias sanciones..." Y él me dijo: "Si yo estuviera preso y no tuviera hijos, no le haría caso a ninguna orden que me dieran los milicos. Si me dicen que tienda la cama, no la tiendo; si me dice que me levante, me acuesto..." Entonces le pregunté: "¿Y por qué si no tuvieras hijos?", y me contestó: "Porque si los tuviera querría verlos". Y fue como decirme que me sancionaban porque no los quería. Vino por dos meses y sólo pude verlo ese día.

En agosto del 81 me llevan al calabozo y me ponen nuevamente en el Uno, que era el más incomunicado porque estaba al lado de la guardia. Hasta la fecha en que Camilo volviera a Italia, a fines de setiembre, sólo podía encontrarme con el odio y la rabia que me hacían sentir de piedra. Lucía Fabri decía en uno de sus poemas:
 

"Somos como una piedra que patean
que patean
salvo que
si en vez de arena, piedra,
si en vez de arena, piedra,
piedra roca mineral pulido
se romperá el pie en mil pedazos."
Es difícil describir ese sentimiento, pero lo tengo presente. Rosa Luxemburgo, poco antes de ser asesinada había dicho: "Todo el camino del socialismo está empedrado de derrotas aparentes. Y sin embargo, irresistiblemente, esta historia avanza paso a paso. ¿Dónde estaríamos hoy sin aquellas derrotas de las que hemos ganado experiencias, ciencia, fuerza, idealismo?" y te volvías a juramentar con los millones de hombres y mujeres que se sublevan contra la injusticia sintiendo que es allí donde la bota se rompe en mil pedazos.
 
 

En ese calabozo logré comunicarme con Lucía. Un día le dejé en el baño una carta de pan con las palabras de Shakespeare ‘‘Eres como un pájaro de verano que encaramado en los hombros del invierno, no cesa de anunciar que los días se alargan" y ella me las devolvió, algún tiempo después, convertidas en poema. En el calabozo más que en cualquier otro lado, las pequeñas cosas, los gestos pequeños, las canciones silbadas, las toses de saludo se subliman, y te llegás a sentir tan cerca de una compañera como si la conocieras de siempre. Pero esa cercanía afectiva tiene el valor de la comunicación primaria que no necesariamente debe corresponderse con la construcción de una amistad aunque conlleve, igualmente, una elección-selección que se te aparece como natural. No con todas las compañeras esa comunicación era así de intensa y fluida, y esto nunca ha dejado de maravillarme. Son actos de intuición que muchas veces te llevan a conocer primero el adentro que los rostros.

Así fue con Cristina.

En los calabozos se usaba el lenguaje de las manos. Primero tosías para que la otra compañera supiera que querías hablar; luego te acostabas en el piso y corrías despacito el chorizo de arena que te ponían abajo de la puerta para que no hablaras. Después te fijabas que la guardia no te viera y recién entonces empezabas los malabares, la prestidigitación que significaba decir: "Sueño - libertad - me duele la columna resistencia - tengo frío - democracia - cuidado con la guardia - abrazos...". Pero a Cristina no le conocía ni el rostro ni las manos. Llegó al calabozo Dos y supo que eran vecinas cuando en la pared de cemento que las separaba escuchó los golpes que todos los uruguayos dieron alguna vez contra la puerta de alguien: "Ta tararara, tataran. Luego fue un golpe para la A, dos para la B, tres para la C (¡la mierda!, menos mal que la H es muda y hay otras que no se usan!). Se precisaban veintidós golpes para decir algo tan simple como CASA. Dos horas después de presentarse, de pasarse un noticiero sobre la situación de Irán, de intercambiar la novedad de que con la nueva reestructura ambas irían al sector D, prometieron, también a los golpes, tomar un mate y conversar largo antes que se quedasen sin nudillos:

.../............./.........../.............././............/...../................/*

Al llegar al sector me tocó la celda 3. Con Elisa, de mañana, antes que abrieran las rejas, nos preparábamos el mate con agua de calefón y algunas veces lo tomábamos de noche, compartido entre las ocho habitantes de los 3 x 3 mts, lo que hacía que aun las no adictas al "pichicero" debieran claudicar en sus principios y recurrir al baño improvisado que en cada celda había.

Venían las fiestas de Fin de Año y el sector se preparaba a festejarlas. Para mí serían las primeras en cuatro años que no pasaría sola y allí adentro las fechas tienen su importancia, sobre todo porque la alegría es contagiosa. Con Cristina y otras compañeras armamos una especie de collage sobre América Latina. Yo comenzaba diciendo "Soy América..." en tono grandilocuente, y mucho tiempo después aún sucedía que al verme entrar a una celda me saludaran "Soy América..." Nuestros cuerpos formaban el contorno del continente y con cuadros plásticos y poesía se armaba aquel rompecabezas que resaltaba lo más característico de cada país. Queríamos rescatar la esperanza, el valor de la lucha, y los temas más actuales y dolorosos de la América del 82: las madres de Mayo, el plebiscito...

Otro grupo había armado una murga muy divertida donde se ironizaba sobre la situación política y la censura, a la vez que se recordaban las "despedidas" históricas de los carnavales.

Pero nada como la bajada al recreo en Navidad. En el patio comenzamos a caminar en grupos de cuatro y a cantar. Cantábamos bajito y de pronto, sin haberlo discutido ni resuelto el canto fue subiendo espontáneamente, los grupos fueron juntándose y creciéndose en una ronda que cada vez cantaba más fuerte, cada vez más fuerte, más fuerte. Cortaron el recreo y nos hicieron subir, pero el canto no paraba. Era como si se hubiera roto un dique; a partir de ese momento, ellos podían revocar las grietas y poner todos los parches que quisieran: la fuerza colectiva le ganaba al miedo. Fuimos entrando en las celdas sabiendo, cada una, que luego vendrían no sólo las represalias sino también nuestras propias vacilaciones. Pero habíamos podido: el dique estaba roto.

Ese Fin de Año vivimos algo insólito. En la tarde una soldado informa que nos darán de cenar milanesas con ensalada rusa. ¿Oímos bien? ¿Milanesas con ensalada rusa? Más increíble aún fue que antes de ir a cenar abrieran las rejas y permitieran que nos encontráramos (barrotes mediante) con las compañeras del sector C. Las soldados estaban allí, de guardia, pero sin hacernos entrar. Nos fuimos mirando, reconociendo, saludando, revisando las caras que durante años fuimos viendo de lejos, siempre entrecortadas por el grito y el sacudón irremediable. Ahora estábamos mirándonos, cantándonos y olvidándonos de las milanesas que un rato antes habían sido el mayor acontecimiento.

En enero formamos un equipo de compañeras de todos los grupos políticos para estudiar las distintas posiciones ideológicas. Fue un espacio unitario que nos gratificaba y recordaba cuántas razones teníamos para ser fraternas. De tardecita con Rita, que desde sus 65 años era la solidez y la ternura, leíamos teatro. En ese período cada celda, por turno, preparaba el noticiero semanal, síntesis de lo que pasaban por los parlantes y de los informes recabados en las visitas de los familiares.

Hubo algunos temas que nos sacudieron profundamente, pero si es difícil elaborar síntesis en una cárcel con tan pocos elementos, lo es más para las mujeres. Algunas teman un acervo militante mayor que otras pero en general la entrega, la dedicación e incluso la formación profesional no las habían capacitado lo suficiente para analizar la realidad e interpretarla en esa telaraña sutil de desinformación. Por eso muchas veces se apelaba a los razonamientos más simples, a los que causaran menos inseguridad. La guerra de las Malvinas fue una de esas veces. Unas decían que era el fascismo que se implantaba y otras que era el fin de éste, y el mismo concepto de "fascismo" generaba discusiones. Habíamos pasado tres días escuchando por la radio la información sin que le diéramos importancia, y cuando comenzamos a dársela no sabíamos muy bien cómo interpretarla. Debíamos sintetizar, pero más de una vez alguien largaba un adoquinazo tipo "crisis final del capitalismo" que cerraba todo posible análisis.

Las mujeres, aun en situaciones aparentemente más libres, nos fortalecemos en lo colectivo y también nos refugiamos allí. Existe una ambivalencia en nuestros actos. La ternura, la solidaridad, la energía creadora de que somos capaces es, en algunos momentos, extrema rigidez, competencia, fragilidad y temor a quedar expuestas. Sin embargo, este aferrarse a los principios más elementales tenía, en ese momento, un aspecto positivo: el de enfrentar la cárcel; el confiar en un camino que, aunque se simplificara, era válido e históricamente real en sus grandes líneas.

Las autoridades del penal sacaban a relucir, después de cada reestructura, todo un arsenal de recursos. Con alguna compañera comparábamos esta situación con la historieta de la Zorra y el Cuervo. El Cuervo siempre tenía mil disfraces que iba sacando de su baúl para engañar a la Zorra. De ese baúl este "cuervo" sacaba a relucir las encuestas (de cualquier tipo que fueran: "¿Le gusta mirar televisión? ¿Qué programas prefiere? ¿Le gusta trabajar en la cocina, en la quinta?") y en las respuestas que dabas evaluaba el nivel de homogeneidad del sector y detectaba a quien no se animara a no contestar. También sacaba del baúl el árbol genealógico: la coordinadora (una soldado vestida de túnica azul) te llamaba y por enésima vez preguntaba nombres de padres, hermanos, hijos, tíos, abuelos, y así seguía midiendo hasta dónde respondías o no a las preguntas. Luego te obligaban a las auto requisas; debías sacar las pertenencias del locker mientras ella las iba anotando. De vez en cuando hacían que encontráramos "casualmente" en el recreo o en la celda un micrófono, para que todas viviéramos con la sensación de estar rigurosamente vigiladas. Cada pequeña cosa se convertía o podía convertirse en un gran tema. Nosotras tratábamos de presentar un frente lo más compacto posible, la experiencia nos había enseñado que en cada figura el cuervo metía sus garras, y si lo dejabas te destrozaría.

En ese verano el tema fueron las ventanas. Todas las celdas estaban tapiadas con un acrílico, verde, para variar. Entraban las soldados y así, como al descuido, algunas veces con buenos moditos, como quien pide un favor, y otras con energía para que nadie dudara de que era una orden, pedían-ordenaban que se cerraran los vidrios, con lo que el poco aire que entraba ya no entraría. El método habitual: cada día en unas celdas sí y en otras no, a algunas compañeras sí y a otras no. El aparato no actuaba casualmente, estudiaba los comportamientos, conocía hasta dónde le era posible nuestra sicología grupal, la importancia que tenía para nosotras la homogeneidad. Como frente a todo tema "nuevo", se dan discusiones, se genera inseguridad: ¿vale la pena el enfrentamiento por una ventana? ¿hasta dónde estamos preparadas? Cuando consideran oportuno dan el golpe de terror. El 11 de febrero del 82 entran a mi celda cuando yo estaba en otra conversando con una compañera. Las ocho teníamos definido que no íbamos a acatar esa orden. Creíamos que estábamos en condiciones de resistir y dar un salto cualitativo, creíamos que la impunidad estaba llegando a un límite y que allí temamos algo que hacer. Creíamos que eso nos fortalecería colectiva e individualmente, porque vencer el miedo era ya conquistar una parte de nosotras mismas, alienada. Dieron la orden y ninguna compañera se movió ni contestó. Dos oficiales entraron a la celda toletes en mano. A Elisa la sacan en vilo, a Edith y a Paula las golpean y las seis son llevadas al calabozo. En el resto del sector no sabemos muy bien lo que está pasando porque un cordón de soldadas impide el paso. La impotencia te hace sentir muy mal. Esa noche, las que quedábamos en la celda gritamos con todas nuestras fuerzas para el calabozo el saludo clásico de todas las noches en el sector al final de la lista: ¡HASTA MAÑANA COMPAÑERAS!

A la visita siguiente las que no estábamos sancionadas sacamos la información. Romper el aislamiento y animarse a denunciar era un acto político importante. Los familiares, con los medios de que disponían, hacían lo suyo. Corrían riesgos, se enfrentaban a la humillación y al destrato. Mi madre se puso en contacto con periodistas brasileños y salió publicada la denuncia. A cambio, la citaron para interrogarla y durante semanas recibió llamadas telefónicas de amenaza. Su estado de salud se deterioró por la angustia en que vivía. Después de otra larga suspensión de visitas, cuando pude hablarle le pedí que se fuera del país por un tiempo para que un poco de tranquilidad la ayudara a recuperarse, pero mi madre es muy tozuda, y prefería morirse antes que darles el gusto de pensar que se había ido por miedo: el mayor Bassani me había "visitado" en esos días para decirme que, además de estar haciendo actividad política estaba arrastrando a mi familia en eso, mientras mis compañeros se daban "la gran vida en San Pablo".
 
 

¿ Y después del "toletazo" qué pasó?

El clima del sector había cambiado. El contexto en que nos movíamos se había vuelto inseguro y más allá de los análisis se sentía otra vez, en la cotidianidad, una tensión que generaba estados de desmoralización en algunas compañeras. Trabajamos para revertir la situación y el recopilar la información diaria con la que recibiríamos a las que estaban en los calabozos, fue el mejor método que encontramos. Fueron cuarenta días de esfuerzo que, mirados desde el hoy, le hicieron decir a Cristina: "Trabajamos como bestias, y sin ir ni un solo día a la playa".

Al mismo tiempo y previendo situaciones posteriores, organizamos un código de canciones para trasmitimos información de sector a sector. Fue entonces un período fecundo y difícil. Pero, a pesar de los momentos de extrema tensión y cuestionamiento, la resistencia empezaba a vivirse no sólo como acto de dignidad sino como actitud política de proyección nacional.

 

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